Venezuela, como el Perú, parafraseando al diplomático peruano Raúl Ferrero Rebagliati, es un destino truncado: un vasto camino anegado de piedras, vidrios rotos y obstáculos insidiosos. Aquel sendero, que en sus orígenes fue trazado por hombres de visión y grandeza, se ha ido perdiendo en las disputas mezquinas que sólo los hombres pequeños saben sostener. La dilación con que se ha procedido desde entonces se ha vuelto una carga difícil de disipar, atada a las múltiples etapas de frustración que se acumulan en lo profundo del alma nacional. Esa naturaleza incompleta en su formación, escasa de voluntad constructiva, más dada a los destellos fugaces que al oficio perseverante del hacer continuo, caracteriza hoy a generaciones que, fracasadas e inertes, aún se permiten sermonear a los nuevos hijos de la tragedia venezolana.
Como frutos a medio crecer en los árboles podridos del ayer, nosotros —continuadores del blasón aún por forjar en medio de un continuo deshacer— nos dispersamos por todas las regiones y continentes, incluso desde aquellos que sobreviven en la hiperrealidad venezolana: esa Venezuela vaciada de símbolos, de sustancia, de vida nacional, adormecida por las anestesias que sólo la desvergüenza puede ofrecer. Desde allí, desde la dispersión y el desgarramiento, forjamos el crisol donde las fuerzas soleadas —las del porvenir— buscan un molde de acción.
Es necesario que el orgullo nacional se convierta en un contagio social, y que, al despertar finalmente, impulse al país a salir de la inercia que lo mantiene arrinconado fuera del concierto de los pueblos, liberándolo de sus desvaríos y conduciéndolo hacia una meta superior. Esa meta, alcanzada con prudencia, se cultiva en el temple de los hombres del presente: aquellos que fuerzan las cerraduras del despotismo para limpiar la morada manchada por la vagancia moral, para convertirla en una causa vertical, ofensiva, que no teme aceptar el abandono de un país vuelto inhabitable, mutilado de ética y de luz.
Porque el árbol donde crecieron nuestras ramas más recientes no fue uno de madera noble, nacido del amor, sino un artificio de cartón, alimentado por el odio y por la reacción violenta de los indomables déspotas.
Las generaciones actuales poseen una conciencia clara del deber y del papel que les corresponde en la realización de los grandes destinos de Venezuela. No sólo las anima una doctrina heroica heredada, sino que las urgencias del presente bastan por sí solas para encender el impulso de proyectar a la patria hacia los futuros inmediatos, con la determinación de situarla nuevamente en los verdaderos escalafones de América. Como en los tiempos fundacionales, el anhelo es volver a ser cabecera de decisiones, acciones y misiones superiores.
Porque el gentilicio venezolano no ha nacido para morar en las cercanías de lo mediocre, de lo diminuto o lo pusilánime. Por el contrario, su herencia —forjada en victorias y gestas memorables— lo llama a ocupar las alturas reservadas a los grandes hombres. Y esos grandes hombres, lejos de encadenarse a las soluciones prefabricadas por los duendes políticos del extranjero, buscan responder a los desafíos nacionales con remedios que broten de la entraña misma de Venezuela. Porque, como bien se sabe, la medicina nacida en la selva poco serviría a quien vive en tierras de otros climas y organismos distintos.
Esa voluntad de destino, ese orden interno que prioriza lo esencial, esa fe vigorosa en la posibilidad de enderezar las raíces del árbol nacional para que vuelva a dar frutos nobles y duraderos, constituyen una urgencia vital. Requiere de un cambio profundo de horizonte, de una conquista firme del porvenir, a través del amor auténtico y militante por la patria.
El amor por la patria, cuya fuerza descansa en las energías consagradas a su fortalecimiento y crecimiento sostenido, resulta insuficiente si sus fundamentos se hallan desarticulados y privados de estímulos que impulsen acciones concretas. Amar a la nación venezolana no implica únicamente un fervoroso deseo de conocerla, sino la voluntad de guiarla. Como un navío en busca de rumbo, necesita que nuestra inteligencia —esa lumbrera afortunada— actúe como faro que oriente su travesía hacia el destino que le corresponde.
Debemos concedernos —por la fuerza, si es preciso; por el freno a los bárbaros, si es urgente— el derecho al orden de la Patria y no a la anarquía de las tribus. Es menester despojar a los demagogos y a las sombras absorbentes de los altares de la grandeza, y, en su lugar, salvar a los grandes hombres de ser devorados por las masas disgregadoras, esas que siempre conspiran por torcer el rumbo preclaro de la nación de nuestros héroes.
A través de las derrotas, un fatalismo venezolano ha venido minando nuestras voluntades decididas, entorpeciendo el buen andar de las ideas que, con responsabilidad y visión de altura, hemos trazado. Ese derrotismo debe ser sellado, de una vez por todas, mediante la acción firme de nuestras minorías ilustradas, decididas a sentar las bases de la Nueva Venezuela.
Los espíritus resueltos ya han iniciado su marcha. Y no piensan fallar.