Hay en el alma venezolana un elemento diferencial, casi telúrico, que la aparta de sus vecinos y la sitúa en una vibración distinta del espíritu continental: una heroicidad de nacimiento, un temple majadero y un destello de rebeldía que remite al arrebato altivo del individualismo ibérico. El venezolano, desde su irrupción en la Historia, aparece como una síntesis viva de lo universal, una mezcla vigorosa entre la tradición hispánica y el fragor de las tierras nuevas. Arraigado a su suelo como las ceibas al trópico, no por ello renuncia a lo cósmico; al contrario, su intimidad con la patria lo prepara para comprender mejor al otro, para acercarse sin extravío a las moradas ajenas del espíritu.
Ese calor que lo abriga con la templanza de su nación no lo encierra ni lo domestica; más bien lo lanza, con instinto de aventura, hacia las vastas realidades del mundo, hacia los salones de las culturas extranjeras, hacia los patios del pensamiento universal. Porque un venezolano —como lo afirmara con clarividencia el dramaturgo José Ignacio Cabrujas— tiene vocación de universalidad: su ser está hecho para el tránsito, para la mezcla, para el entendimiento natural de las diferencias. Se adapta, sí, pero no por debilidad, sino por una noble flexibilidad templada en la experiencia y en el buen juicio; se inserta en los entornos sin violencia, pero con la serenidad de quien se sabe parte de algo mayor, sin renunciar por ello a su raíz.
En cada sitio deja un legado, una resonancia moral, una huella de cortesía, valor y talento. Tiene el don del injerto: se instala como semilla en jardines ajenos y, sin embargo, da fruto sin desfigurar la esencia. Es esta capacidad de estar en el mundo sin disolverse, de ser parte sin disgregarse, lo que le ha otorgado al venezolano una legítima carta de ciudadanía universal, y lo proyecta como una promesa aún vigente del mundo hispanoamericano.
Ciertamente, hay quienes han querido desmentir esa grandeza, algunos de nuestra propia estirpe: mezquinos, desalmados, tránsfugas del decoro que han manchado con su ignominia la dignidad de la nación. Pero su estrépito es menor frente al largo canto de las generaciones ilustres. Porque las luces no se mide por las manchas, pero sí por su luminosa persistencia. Y el alma venezolana, por mucho que la hieran, resiste con estampa universal y con su corazón todo criollo.
Ese criollismo nuestro, herencia viva de la energía libertaria, resabio temperamental de los grandes Libertadores, no es un mero producto folclórico ni una máscara pintoresca: es una sustancia profunda, conformada por una triple entente de razas, visiones y espíritus. Cuando los viajeros de Indias —ese contingente de hombres empujados por el sueño y el mandato de Castilla— arribaron a las costas de lo desconocido, se vieron súbitamente enfrentados a un hecho sin precedentes en la historia espiritual de Occidente: el hallazgo de un Nuevo Mundo.
Esa aparición, brutal y deslumbrante, no solo trastornó los mapas, quebró súbitamente las categorías mentales de la época. Allí se enfrentaron, en crudo dramatismo, dos cosmovisiones sin mediación posible: la del hispano forjado en el hierro de la Reconquista y la del indígena vinculado a lo sagrado por la tierra, el rito y el mito. El primer choque no fue solo de armas, lo fue de símbolos, de creencias, de horizontes del alma. Fue una colisión de mundos disímiles, desiguales, pero no por ello incompatibles.
El español, sin embargo —y esto debe decirse con justicia histórica—, no fue la bestia sedienta de sangre que nos ha querido imponer cierta lectura escolar, ni tampoco un místico repartidor de flores. No fue ni el anglosajón usurpador ni el beato inofensivo. Fue, ante todo, un hombre del deber y de la obediencia, un servidor de un imperio y de una marcada fe. Comprendió, desde el mismo instante del descubrimiento, que el hecho que vivía lo colocaba frente a una carga de conciencia que sobrepasaba su fuerza. Porque no halló tierras vacías, ahí yacían pueblos antiguos, de rostros humanos, de lenguas vivas, de religiones profundas. Eran hombres. Eran criaturas de Dios ocultas durante siglos a las miradas de Europa y de Asia. Eran, en cierto modo, la encarnación de aquella Utopía de Moro, una humanidad sin descubrir.
Y fue precisamente esa revelación moral la que no impidió —pero sí matizó— el drama de la conquista. Hubo violencia, sí, como toda gestación de un nuevo orden; pero también hubo los elementos naturales de esta empresa de locos: convivencia, cooperación, mestizaje. El español no destruyó para borrar el mito americano: destruyó para fundar sobre esos mitos la carátula de las heráldicas hispánicas. La relación entre el hispano y el indígena fue desigual, pero también profundamente simbiótica, complementaria, desarrolladora de identidad. Las culturas comenzaron a sonar como un cántico de uniformidad, en melodías convergentes, y en esa fusión conflictiva nació una nueva conciencia humana. El alma española se transformó bajo los soles del trópico, y el alma indígena empezó a ensoñar con el cielo cristiano; el mestizaje se fundió en un todo contradictorio y no estalló ni se desbordó.
Fue la conjugación de dos mitos, de dos visiones fundidas en la sangre y en el espíritu. Una superioridad hispánica, sí, pero teñida de mitologías americanas. Una cultura dominante, pero trastocada por lo ancestral de lo indígena. Lo que surgió fue el criollo: síntesis viva, símbolo andante, hijo de la espada y del maíz.
A ese binomio originario —el hispano y el indígena— se suma, con toda su carga simbólica y trágica, el tercer vértice de nuestra formación: el factor africano, encarnado en el negro, en el esclavo traído desde las costas del dolor para nutrir, con su fuerza y su martirio, el músculo del Nuevo Mundo. El africano llegó sin evangelio, sin voluntad propia, encadenado al remo, al machete y al tambor, el resabio de sus orígenes difusos. Fue, durante siglos, fuerza bruta sometida, y por ello injustamente despreciado, mirado como criatura inferior por una brutalidad que, más que en su ser, yacía en sus circunstancias, en su desarraigo forzado, en su tragedia sin redención.
Y sin embargo —y esto es lo esencial—, esa negritud despreciada, estigmatizada, también forma parte del anárquico ensamblaje del ser criollo, de ese ser contradictorio y fecundo que somos nosotros. La raíz africana nos pertenece tanto como la castellana y la indígena, y se manifiesta, no sólo en el ritmo de nuestros cuerpos o en la musicalidad de nuestra lengua, sino también en los pliegues más hondos de nuestra sensibilidad colectiva. Todos, en común, llevamos esa tercera raíz, esa llama ancestral que nos tensiona y nos completa; como fragmentos dispersos que hallan cuerpo común, andamos por el mundo aún ajustando los tornillos de nuestro gentilicio.
Es verdad que las religiones africanas, sus cosmogonías y sus ritos, desentonaban frente a la majestad doctrinal del catolicismo y la poesía cósmica del indígena. Pero el negro aportó otra clase de energía: una resistencia del cuerpo, una permanencia del alma que se ancla en lo telúrico y en lo vital. Con su fuerza, con su potencia física y su energía hacedora, nos ha armado biológicamente, nos ha hecho robustos, resistentes, batalladores. Su presencia no fue apenas material: fue genésica, fue también símbolo y matriz, para bien o para mal.
El mestizaje americano no sería completo sin esta tercera sangre. Así, lo que parecía una suma de contradicciones —el conquistador, el sometido y el arrancado— se ha tornado, con los siglos, en una alquimia sin igual. Una creación nueva, singular, poderosa: el criollo hispanoamericano. Y este drama de fusiones y rupturas es el que tratamos de delinear, siquiera brevemente, en esta pieza que busca comprender lo que somos desde nuestras raíces compartidas.
Ante el vasto tablero de esas tres vértices transformadoras —la hispánica, la indígena y la africana—, reveladoras de un nuevo rostro para el mundo, se hace evidente la emergencia de un sentimiento nuevo, una necesidad interna que clama por la superación del vasallaje perpetuo, por la ruptura con el mito de la inferioridad colonial: el surgimiento del grande hombre americano, del criollo hispanoamericano, del americano integral. No es una evolución pasiva y frágil, es una explosión de voluntad, una irrupción de hombres que no se conforman con heredar el mundo, asumen el destino y lo reconfiguran como mandato. Hombres que no se arrodillan ante las fatalidades de la provincia, y acogen el mandato de la universalidad, y con él, nos devuelven al diagnóstico original de estas páginas: la vocación universal del venezolano.
Esa universalidad, alimentada por el cruce de tres sangres y madurada en el crisol de las circunstancias, se encarna en espíritus selectos, portadores de un nuevo destino: Francisco de Miranda, Simón Bolívar, Andrés Bello, Simón Rodríguez. Nombres que no son solamente patrimonio de Venezuela, vibran como símbolos del espíritu emancipado de América. Hombres que, aunque abrazaron a su suelo con devoción inquebrantable —como lo evidencia Bolívar al decir “Venezuela es el ídolo de mi corazón” o Bello, desesperado por la memoria de su Caracas natal, al escribir a su hermano Carlos en 1846—, comprendieron que la misión de su vida desbordaba los límites del terruño. Su obra era continental, su deber era civilizatorio.
“Enseñar a las gentes a vivir”, como declaraba Rodríguez, “no he existido sino para ella (la libertad)”, como afirmaba el Generalísimo Miranda, no eran proclamas de retórica y sí principios vitales de acción, brújulas para construir la patria americana sobre bases éticas, educativas y heroicas. En ellos se cifra la arquitectura del nuevo ser americano: fuerte, ilustrado, libre.
Venezuela, por tanto, aunque urgida de soluciones que respondan a su contexto concreto, no debe renunciar jamás a su cita con el continente. Su misión no es recluirse en el lamento, tiene la tarea de asumirse como guía natural del alma hispanoamericana. Porque en la afirmación de su historia —en ese linaje de grandeza que la atraviesa— se hallan las claves predilectas para refundarse como nación que lidera, orienta, edifica, y no como la caricatura degradada que hoy se le impone desde la miseria espiritual y el extravío de la autoridad.
Venezuela proviene de las estirpes que se alzaron en resistencias armadas, que protagonizaron conquistas violentas y que parieron liberaciones audaces. Una trayectoria de semejante estirpe no puede —ni debe jamás— recluirse en las patéticas resignaciones fatalistas a las cuales, con vergonzosa docilidad, se someten tantos de sus propios hijos. Hay en la historia venezolana una vocación activa, casi volcánica, que niega la quietud conformista y desmiente toda proclividad al servilismo moral.
Ese largo y por momentos tedioso encuentro con lo que podemos ser —ese forcejeo espiritual con nuestra propia grandeza— es, en verdad, un llamado ineludible a lo que podríamos nombrar como el propósito universal del ser venezolano. Y ese propósito se expresa con mayor claridad en nuestra vitalidad constructiva, en ese impulso que no solo sueña mundos, sino que los edifica; en ese aliento civilizador que da forma, que insufla vida, que ennoblece el espacio que habita.
Allí, en esas cúspides invisibles del espíritu, reposa el verdadero sentido de nuestra nacionalidad. Porque ser venezolano no es una adhesión geográfica: es una disposición del alma, un mandato íntimo hacia lo alto. No nos define el apego a unas escasas parcelas de tierras, sino la herencia tropical de un linaje forjado en el combate por lo universal. Somos, más que corazones regionalistas, conciencias abiertas al mundo, herederos de las vidas pasadas que entregaron su sangre para legarnos esta responsabilidad civilizatoria. Manteniendo siempre un camino esclarecido. Ser lumbreras, no penumbras.