Para el escritor merideño Mariano Picón-Salas, la Venezuela contemporánea irrumpía con verdadera fuerza en el año 1935. Aquel fue un año luctuoso: fallecía el general Juan Vicente Gómez, quien había comandado los destinos del país durante casi tres décadas bajo un estilo de gobierno prusiano, austero, rodeado del ideario positivista no como simple coraza ideológica, sino como estructura de poder revestida de razón instrumental y eficacia técnica. Su largo mandato, sin embargo, no logró insertar completamente a Venezuela entre las naciones modernas del mundo.
Aún éramos, en esencia, un país tropical más: plagado de enfermedades endémicas, precariedades estructurales y profundas desigualdades, aunque, entre sus logros, no podemos jamás ocultar el hecho asombroso de la pacificación del país tras un siglo de guerras civiles que desarticularon a la nación venezolana. Y él, con su singular sentido del poder y el orden, logró unir los pedazos dispersos y unirlos sólidamente y llamar nuevamente a nuestro territorio un país con una clara nacionalidad internalizada, existente y presente.
Pero esos males, que parecían endémicos del trópico desordenado, comenzaron a ser contenidos con prontitud gracias a las reformas emprendidas por su sucesor: el general Eleazar López Contreras. Hombre de probidad ejemplar, patriota adicto y convencido del valor de la institucionalidad, López encarnó el espíritu de modernización que Venezuela venía reclamando desde hacía largo tiempo. Su gobierno significó no una ruptura caótica, fue una transición orgánica adaptada a la naturalidad política del país, conducida por la idea de un Estado más racional, responsable y orientado al porvenir.
Hombre austero y disciplinado, ajeno a las estridencias ideológicas y deliberadamente distante de la politiquería, Eleazar López Contreras organizó un régimen que él mismo calificó como bolivariano. Tal denominación no fue la retórica vacía que nos enseña el mal uso que suele llevar el dorado nombre del Libertador en lenguas imprudentes, sino el reflejo inmaculado de una convicción profunda en la necesidad de cimentar el Estado sobre principios de orden, civilidad y conciencia nacional. En este marco surgieron dos organizaciones que despertaron no pocas críticas en su momento, pero que respondían, en esencia, a la idea de una sociedad movilizada en torno a valores constructivos.
La primera fue la creación de las Agrupaciones Cívicas Bolivarianas, un movimiento de inspiración nacionalista que operaba como órgano auxiliar del gobierno para contener los avances de ciertos grupos radicalizados que, en su prematuro éxtasis revolucionario, aspiraban a desmontar los frágiles esquemas institucionales que apenas comenzaban a enderezarse. Aquella visión impaciente y rupturista —como luego se vería con dolorosa claridad el 18 de octubre de 1945— terminó desviando el rumbo nacional hacia una deriva caótica y prolongada. La segunda iniciativa, más discreta pero no menos significativa, fue el Comité de Damas Bolivarianas, encabezado por su esposa, María Teresa Núñez de López. Esta organización, compuesta por mujeres voluntarias, se dedicó a labores humanitarias esenciales: la atención a madres e hijos en situación de pobreza, la asistencia social en comunidades vulnerables y el fomento de una cultura de solidaridad civil que complementaba, desde lo humano, la arquitectura institucional del nuevo Estado venezolano.
Esas virtudes venezolanas —el mérito, el servicio, la vocación de patria— también hallaron asiento en las más altas esferas del poder. Como antes Gómez, aunque con un temple distinto, López Contreras poseía una rara cualidad en los jefes de Estado: la de saber rodearse de los mejores y escucharlos. Su formación, autodidacta pero rigurosa, se nutrió del pensamiento de figuras como Laureano Vallenilla Lanz, José Gil Fortoul, Pedro Manuel Arcaya y César Zumeta. De esa escuela de intelectuales del poder —en su mayoría de corte positivista— extrajo enseñanzas que aplicó con sobriedad y eficacia, y con algunas singularidades propias de sus saberes aprendidos en la vida y obra del Libertador, el Mariscal Sucre y el inmaculado Carlos Soublette. A su alrededor se congregaron los verdaderos arquitectos de una Venezuela republicana, bolivariana y patriótica, convencidos de que el Estado debía ser más que aparato: debía ser proyecto civilizatorio. Prueba elocuente de ello fue el Programa de Febrero, documento sin par en nuestra historia contemporánea, texto visionario que trazaba un plan integral para atender, con soluciones prácticas y modernizadoras, los grandes desafíos del país: educación, economía, política, infraestructura, agricultura, salubridad y administración pública.
Allí estuvieron presentes hombres de vasta competencia y compromiso con la República: Alberto Adriani, Diógenes Escalante, Manuel Egaña, Arturo Uslar Pietri, Enrique Tejera, Caracciolo Parra Pérez, Isaías Medina Angarita, Esteban Gil Borges, Amenodoro Rangel Lamus y Tulio Chiossone. Ellos, junto a López, sentaron las bases de una Venezuela posible, guiada por la razón, el orden y el patriotismo.
Cada uno de aquellos hombres asumió responsabilidades diversas en las carteras ministeriales, rotando con naturalidad según sus competencias, como miembros de un gabinete que entendía el servicio público como una forma de consagración. Entre todas las áreas de gobierno, el mayor reto fue, sin duda, el campo de la educación. Por ese Ministerio de Instrucción Pública pasaron casi una decena de figuras ilustres, pero fue allí donde brilló, con luz propia, el más joven y audaz de todos: Arturo Uslar Pietri, quien, con 33 años, impulsó la promulgación de la primera Ley de Educación en 1940, abriendo con ello un nuevo ciclo en la historia pedagógica de la nación.
Alberto Adriani, por su parte, formado con excelencia durante sus estancias europeas en materias económicas, agrícolas y migratorias, no pudo culminar sus vastos proyectos: su muerte prematura en 1936 truncó una de las más lúcidas inteligencias del país. Pero ni la ausencia de Adriani ni las tensiones de la época desvirtuaron el espíritu que animaba a estos hombres. No se movían por ambiciones personales ni por la retribución monetaria. Los guiaba un sentido profundo del deber nacional, el impulso de levantar a Venezuela desde sus estructuras aún semifeudales, y de transformar sus riquezas naturales en herramientas para el desarrollo humano.
Era una Venezuela habitada por intelectuales que obraban con un hondo sentido de pertenencia. Su entereza moral era visible, palpable: adonde fueran, eran recibidos con estima, porque su reputación los antecedía. La nueva mística venezolanista comenzaba a gestarse en ellos con la misma naturalidad con que los rayos irrumpen sobre las aguas del Catatumbo o como surgen las leyendas en los meandros del Orinoco mitológico. Eran tiempos de lumbreras en medio de algunas penumbras heredadas: tiempo de fundación.
López Contreras logró unificar al país bajo el signo del culto al héroe. Supo sembrar, con sentido institucional, un bolivarianismo activo y organizado, visible en la creación de la Sociedad Bolivariana de Venezuela, en los actos conmemorativos que él mismo presidía con sobriedad republicana, en los tributos rendidos a los próceres, en la fundación de la Guardia Nacional como cuerpo de resguardo moral y territorial, y en el fortalecimiento de una conciencia identitaria que devolvía al venezolano la certeza de pertenecer a una estirpe heroica.
Fiel a una idea nacional integradora que no se subordinaba a doctrinas ajenas ni a fórmulas ideológicas importadas, López Contreras rechazaba con firmeza los bandos dogmáticos que pretendían encerrar al país en trincheras sectarias. Condenó por igual a los agitadores anarquistas, marxistas, fascistas y comunistas, que confundían la libertad con el caos, a los sobrevivientes del gomecismo rígido y fosilizado, incapaces de pensar un país distinto, y a los llamados socialistas moderados, que, bajo una apariencia apacible, ocultaban el apetito feroz de quienes ansían el poder como fin único.
En todos los casos, su respuesta fue la misma: orden, institucionalidad y venezolanismo. Porque sabía que la nación no debía perderse en guerras de etiquetas, sino encontrarse en su propio rostro, en sus propios mitos fundadores y en la posibilidad —siempre vigente— de construirse desde dentro, con entusiasmo, con trabajo y con memoria.
López Contreras fue el arquitecto —junto a sus colaboradores más fieles— de esa Venezuela republicana que tanto tiempo se esperó convertir en realidad concreta. El crecimiento demográfico, la erradicación progresiva de las enfermedades endémicas, la expansión de la infraestructura escolar y el rescate laborioso de la tierra venezolana, según las directrices visionarias de Alberto Adriani y Amenodoro Rangel Lamus, anunciaban una época de consolidación nacional. Pero aquel horizonte promisorio fue pronto interrumpido por fisuras internas dentro del medinismo — gobierno sucesor del régimen lopecista— y, finalmente, por el desastre del 18 de octubre de 1945, que desvió el rumbo institucional del país y abrió las puertas a la inestabilidad, a lo que podríamos llamar la alpargotacracia.
Aun así, ese amanecer que fue el año de 1935 no puede borrarse del alma histórica de Venezuela: fue el despertar de un nuevo estímulo creador, un renacer de la voluntad de grandeza ante los vacíos estructurales, morales y espirituales del país. El mandato bolivariano, que sigue siendo brújula de nuestras aspiraciones, dicta con claridad: “Ser grandes y ser útiles.” A ese llamado respondieron, sin mezquindad ni cálculos, aquellos hombres ilustres que supieron hacer del servicio público una forma de patriotismo concreto, sobrio y fecundo.
Vendría bien que, en medio de los alborotos actuales, nuestras fuerzas y energías conservaran la constancia, la responsabilidad y el temple de dirigencia que animaron a aquellos hombres del bolivarianismo republicano custodiado por López Contreras. Sólo así podremos crear, crear y volver a crear. Porque Venezuela no necesita más imitadores, sino creadores; no más demagogos, sino hacedores; no más pensadores de salón, cuyas ideas se diluyen en socialdemocracias de cartón y conceptos abstractos sin anclaje en la realidad nacional, sino obreros del espíritu y de la acción, capaces de encender la obra concreta con la luz del patriotismo auténtico.
Lo que Venezuela reclama no son fórmulas ideológicas extranjeras, sino propuestas vivas, prácticas, enraizadas en nuestra tradición de sociabilidad auténticamente venezolana; una educación que no se limite al aula, sino que forme en la excelencia, la responsabilidad y el amor a la patria. Porque educar es enseñar a vivir —como lo quiso Simón Rodríguez— y vivir bien es, también, vivir con sentido de nación.
Venezuela anhela, con urgencia silenciosa, la sucesión de grandes almas para la obra de su edificación definitiva. Porque el proceso de hacer patria no se consuma en una sola generación: es tarea de siglos, empresa colectiva que requiere constancia, lucidez y fe en lo porvenir. Aunque el tiempo no nos alcance para ver coronada la obra, nos presentamos —como hijos ansiosos y despiertos— a preparar el terreno para los jardineros del futuro, venezolanos del mañana que, con herramientas más firmes y conciencia más madura, labrarán la tierra con solvencia.
A ellos les corresponde continuar la siembra y recoger sus frutos. Nosotros, los de ahora, debemos sanear la tierra, desbrozar los caminos, devolverle dignidad al surco y orientación al arado. Porque, como lo advirtiera Arturo Uslar Pietri, la salvación bolivariana no vendrá del azar ni de la violencia, sino del trabajo sostenido, del conocimiento aplicado y del amor lúcido por lo nuestro, porque, como dijera el Libertador Simón Bolívar, Venezuela es el ídolo de nuestro corazón.