En el año de 1954, la gobernación del estado Anzoátegui organizó un concurso para construir una plaza monumental dedicada a la memoria del Libertador Simón Bolívar en la ciudad de El Tigre. El ganador fue el ciudadano Luis López Diez, un arquitecto muy talentoso que diseñó una plaza hermosa y llena de significado.
La construcción comenzó en 1955 y se terminó en 1957, pero debido a la tensión política de los últimos meses del gobierno de Pérez Jiménez, la inauguración se retrasó. Los ánimos estaban tan encendidos que los vecinos, temerosos de que la nueva plaza fuera dañada en cualquier momento, la cubrían por las noches con lonas protectoras.
Sin embargo, la euforia partidista posterior a la salida de la administración perezjimenista llevó a un acto de vandalismo que, irónicamente, ensombreció por un momento el homenaje a Bolívar. Las letras de bronce que conformaban la inscripción del Presidente de la República , que proclamaba: “América fue para Simón Bolívar, el vasto escenario de sus grandes ideales en la liberación de los pueblos y el de su unificación”, fue mutilada por estos mismos grupos, en un acto que contradecía el espíritu de libertad que supuestamente defendían. Aún hoy, la identidad del escultor italiano que moldeó la imponente figura ecuestre sigue siendo un misterio, añadiendo otra capa de intriga a esta historia.
A pesar de estos acontecimientos; La Plaza Bolívar de El Tigre, la segunda más grande del país y con la estatua ecuestre más grande de América Latina, se distinguía por sus elementos clásicos como los farolas de hierro forjado y las jardineras que eran un ejemplo de la arquitectura de principios del siglo XX. Lamentablemente, a lo largo del tiempo la plaza ha sufrido una serie de modificaciones hasta la reciente remodelacion, con la incorporación de pantallas , áreas de picnic y recreación que han alterado significativamente su diseño original, socavando su identidad histórica y transformándola en un simple espacio de esparcimiento que ha perdido su carácter solemne y su encanto original.
La conservación del patrimonio histórico no es un mero ejercicio de nostalgia, sino una inversión en nuestra identidad y futuro. Nuestros monumentos, estatuas y edificaciones son más que simples estructuras; son testigos silenciosos de nuestras raíces, de las luchas y logros que han moldeado nuestra sociedad. Al preservar su fisonomía original, salvaguardamos una memoria colectiva que nos conecta con nuestras generaciones anteriores y nos brinda un sentido de pertenencia.
Es triste que, a lo largo de la historia, muchos de estos tesoros hayan sido víctimas de la ignorancia y la vanidad de quienes, cegados por el afán de modernización o por ideologías pasajeras, han destruido sin miramientos nuestro legado. Demoler o modificar arbitrariamente un monumento es como arrancar una página de nuestro libro de historia, un acto de vandalismo cultural que empobrece nuestro presente y compromete nuestro futuro.
La declaración de un bien como patrimonio histórico no es un acto burocrático, sino un reconocimiento de su valor intrínseco y de su importancia para la sociedad. Es una manera de protegerlo de los caprichos del tiempo y de las amenazas externas, como los desastres naturales o la acción humana. Al hacerlo, no solo estamos preservando un edificio o una plaza, sino también los valores, las ideas y los ideales que representan.
La originalidad no reside en la destrucción o la alteración, sino en la capacidad de apreciar y valorar lo que ya existe. Los verdaderos creadores son aquellos que saben construir sobre los cimientos del pasado, reinterpretando y actualizando la tradición sin traicionarla. Al preservar nuestros monumentos, estamos abriendo las puertas a futuras generaciones, permitiéndoles conocer y comprender el mundo que heredaron.