La primera Historia de Venezuela

La forma en que los hechos de una sociedad se convierten en hechos históricos (en Historia, con mayúscula) es a través de la historización: los hilos dispersos -registros aislados- pasan a conformar un hilado donde cada eventualidad explica las demás y es explicada por un gran contexto que envuelve todo. Pasa que en ocasiones el orden que convino darle el autor a la historización, su particular tejido de los hechos, la explicación y la relación entre ellos, termina siendo igual de importante (o incluso más) que los hechos que narra: el libro de historia puede moldear la forma del relato histórico, darle un perfil nuevo al recipiente que contiene los hechos que narra, desdibujar esa «línea invisible» de orden espacio-temporal para darle un trazado distinto. A veces el estilo es más importante que la sustancia o, mejor dicho, el estilo es parte indivisible de la sustancia. 

De esto tratará el artículo, ejemplificado a través de la «Historia de la Conquista y Población de la Provincia de Venezuela» de José de Oviedo y Baños, publicada en Madrid en 1723, indudablemente la más célebre obra de la literatura barroca en nuestro país y uno de los mejores exponentes de la historiografía hispánica en Indias. Los hechos de la Conquista de Venezuela ya habían sido narrados con anterioridad, pero no de esta forma: no con la historización de Oviedo, que convierte el relato en Historia. Ya lo veremos.

Portada de la edición de Madrid (1723) de la obra.

Para darle picardía al estilo, vamos a desglosar la descripción de la realidad social de la época y lugar de Oviedo y Baños, mezclándola con puntos clave de su biografía: 

  1. Caracas en un imperio interconectado.

Atrás había quedado la suerte de aislamiento de la Conquista, que en alguna ocasión llevó a los vecinos de Venezuela a solicitar al rey que les enviase un navío de registro -para comunicarse con la metrópoli- al menos una vez al año. A finales del siglo XVII, los reinos de Indias gozaban de una destacable interconexión entre sus partes y con los reinos de la Península: los caraqueños holgados económicamente estudiaban generalmente en Bogotá, Santo Domingo o México, y cuando se recibían, podían acabar ejerciendo en sitios tan dispares como Lima, Chile, Guatemala o Manila. (Cámbiese el orden de los lugares en la sentencia anterior y seguirá siendo -con gran probabilidad- argüible). 

Y a través de la carrera eclesiástica, el indiano podía terminar en Madrid, Roma, París, o los más remotos confines de la Tierra. Sin embargo, para no irnos tan lejos, diremos que un fraile era comúnmente enviado a misionar de una provincia a otra, y los obispos solían pasarse de jurisdicción a jurisdicción: el que hoy era obispo de Santa Marta, mañana lo será de Venezuela, luego de Chile y finalmente de Perú, existiendo incluso esa jerarquía escalar de los cargos administrativos tanto en lo eclesiástico como en lo secular; por ejemplo, podríamos considerar una ley no escrita que para ser virrey de Perú, primero debías ser gobernador de Chile. 

La importancia de Caracas en este contexto de interconexión radica en que La Guaira la convertía en una de las puertas de entrada principales de la Tierrafirme, junto a Cartagena de Indias. Desde Venezuela tenías conexión asegurada a la Margarita, a Nueva Andalucía, a la Provincia de Mérida y las ciudades límites de Pamplona y Tunja en el Nuevo Reino.

Joseph Agustín de Oviedo y Baños nació en Santafé de Bogotá en diciembre de 1671, hijo de Juan de Oviedo y Ribas, fiscal de la Audiencia del Nuevo Reino. Por la muerte del padre en 1672, José con su madre y cuatro hermanos se trasladan a Lima. En 1678 envían a su hermano, Juan Antonio, a estudiar a Guatemala bajo la tutela del deán José de Baños y Sotomayor, su tío. Juan Antonio, jesuita, será rector del Colegio de Guatemala y luego del de México, sirviendo en el entremés como agente secreto de la Compañía de Jesús en Madrid, Roma y Filipinas. Por ahí de 1686, José Agustín llega a Caracas para ser tutelado por el obispo Diego de Baños y Sotomayor, que había pasado de Santa Marta a Venezuela. Lo acompañó su hermano Diego Antonio -abogado egresado de la Universidad de Lima-, que luego sería oidor en Santo Domingo, Guatemala y México. Vemos, entonces, que la aristocracia de este periodo se movía sin mayor dificultad de una provincia a otra, según lo exigiesen las necesidades, como parte de un imperio interconectado. 

Nuestra Señora de Caracas (anónimo, s. XVIII).
  1.  Los oratores en Caracas y el Imperio.

Conocemos el inmenso prestigio y poder del clero por estás épocas. Es como si el viejo estamento de los «oratores» fuese la columna más visible de aquel mundo tripartito que visionaron los pensadores medievales. La Iglesia pretendía seguir intacta en su rol de sagrada protectora del «ordo seclorum», impartiendo la fe hacia rincones antes inimaginados gracias al poder expansivo de los imperios coloniales. Oratores apoyados por bellatores.

Podemos decir que la Iglesia, más que el Estado (o mejor dicho, como un ente que es a la vez estatal y supraestatal), se encargó de trasplantar y mantener el orden mundial occidental en nuestro «Mundus Novus». De ahí la inmensa importancia de sus cargos. El fraile americano era una especie de «Occidente en miniatura» que vivía y trabajaba para darle orden a un mundo recién nacido y, por lo tanto, revuelto. O en expansión y, por lo tanto, con dolores de crecimiento.

El clan hidalgo del que venía José Agustín produjo tanto funcionarios de la administración pública, como cargos en la Iglesia indiana (y quizá más de estos). Estos eran los dos grandes senderos por los que solía dirigirse la aristocracia de su tiempo y desde hacía siglos: ejercicio de la burocracia, o del poder temporal. En el caso de Oviedo lo vemos ejemplificado en su tío, el deán, su otro tío, el obispo, y su hermano, el fraile jesuita. 

Oviedo y Baños mismo ejerció cargos relacionados con la administración eclesiástica. Por 1724 fue «mayordomo de la Archicofradía de Nuestra Señora del Rosario en la iglesia de San Jacinto y síndico general de los conventos franciscanos de Venezuela y de los Sagrados Lugares y Casa Santa de Jerusalén»¹. 

Este punto está íntimamente ligado con la interconexión del imperio, puesto que estos personajes ejercieron funciones en sitios tan distantes como Guatemala, México, Santa Marta, Venezuela y hasta Filipinas, Madrid y Roma. Los familiares de Oviedo que no ejercieron de sacerdotes, fueron fiscales, oidores y alcaldes, a través de lo cual podemos relacionarlo con el siguiente punto.

Diego de Baños y Sotomayor (anónimo, s. XVII). Esta obra se encuentra al corriente en la Universidad del Rosario, en Bogotá.
  1.  Bellatores: hidalguía y mantuanaje.

El hidalgo, como el sacerdote, era un «Occidente en miniatura». Portadores de una cultura universalizante que buscaba imponerse en un medio nuevo (Briceño Guerrero le llama a esto «paideia americana»), podemos decir que los hidalgos eran medios imperiales de radical significación: como clase dominante, trasplantaron y conservaron lo occidental a través de la ostentación del poder económico, político y militar. (Como el clero, pero desde otras emanaciones de poder. Podemos ver a aristocracia e Iglesia, entonces, como una dupla. En una mano la espada, en otra la cruz). Llevaban en la sangre siglos de tradición; en sus escudos, los símbolos y las armas de sus antepasados que lucharon a muerte contra el «invasor musulmán» en la Reconquista y el «impío salvaje» durante la Conquista. En efecto, en 1576 el rey Felipe II otorgó por decreto hidalguía a los conquistadores y sus descendientes. El que no llegó noble de España, lo ganó en América por las armas. 

Según Juan Flórez de Ocáriz en las «Genealogías del Nuevo Reino de Granada» (1674), los ancestros de los Oviedo eran «originarios de la casa solariega de hijosdalgo del Portal de Oviedo, en el Principado de Asturias, de donde procedieron don Gonzalo Martínez de Oviedo, maestre de la Caballería de Alcántara y capitán general de la frontera de Jaén y Andalucía por los años de 1330. Juan de Oviedo, secretario del rey don Enrique por los de 1474, y Alonso de Oviedo, comendador de Víboras en la Orden de Calatrava en los años de 1480, y Pedro de Oviedo, cubiculario del Pontífice Julio II en los años de 1504»¹.

Era José, entonces, miembro de un ilustrísimo clan señorial: hidalgos de pura cepa que ejercieron -como hemos visto- algunos de los más altos cargos de la burocracia civil y eclesiástica en Indias. Su hidalguía la confirmó el rey cuando en 1690 le concedió la Orden de Santiago. A la aristocracia hidalga caraqueña se la llamaba «mantuanaje». Oviedo pasó pronto de la hidalguía que podríamos llamar universal, a la hidalguía regional del mantuanaje caraqueño, ejerciendo cargos civiles y militares de nivel en la capital a lo largo de su vida y acoplándose a los sistemas económicos productivos propios de esta clase aristocrática.

Como parte de su incorporación a la oligarquía caraqueña, contrajo nupcias con Francisca Manuela de Tovar y Solórzano en 1698, convirtiéndose en padrastro del segundo conde de San Javier. En 1699 es alcalde de segundo voto y en 1703 compra la regencia perpetua, cargo al que renunció al poco tiempo, pues las diversas obligaciones que implicaba le quitaban tiempo para leer y lo ponía en una posición complicada en medio del enfrentamiento entre el cabildo caraqueño y el gobernador Ponte y Hoyo. En 1710 y 1722 es alcalde de primer voto. En 1728 el gobernador lo nombra teniente general de armas y milicias siendo removido en 1730 en función de su edad.

El maestre de campo don Antonio Pacheco y Tovar. Primer Conde de San Xavier (Bartolomé Alonso de Cazales, 1722). 
  1. El mantuanaje y el cacao.

Para la época de Oviedo, las provincias americanas habían desarrollado economías internas y formado una red interregional de comercio. Venezuela, que mantenía una intensa relación comercial con México, Santo Domingo y el Nuevo Reino de Granada, se había enriquecido grandemente a través (principalmente) del comercio de cacao, con su mayor mercado siendo Veracruz en la Nueva España.

Los poseedores de los sistemas productivos que articulaban la economía de Venezuela -consistente de grandes extensiones de terreno agrícola a lo largo del territorio de la provincia- y su comercio exterior, eran los mantuanos de Caracas. Por lo tanto, la hidalguía ostentaba, además de su acostumbrado poderío cultural, político y militar, un poderío económico que movía las riendas del territorio en el contexto del comercio interregional.

Oviedo dedicará gran parte de su tiempo a actividades productivas, como la administración de una siembra de cacao en los Valles del Tuy y otra de maíz en Valle de la Pascua, un hato ganadero «en un paraje llamado Las Ánimas» y especulación en la compra y venta de tierras, esclavos y piezas de arte. Mantuvo, como es de esperarse, íntima cercanía con los mantuanos más importantes de su época, dígase el conde de San Javier (su hijastro) o el marqués de Mijares.

En esta Venezuela vivía Oviedo. Ya veremos cómo su obra es un producto del mantuanaje, una autentica Historia criolla. Es relevante, además, mencionar la amplia biblioteca que poseía el autor: «[…] consta que, además de obras piadosas e históricas, Oviedo poseía ediciones en latín de Homero, Virgilio, Ovidio, Cicerón, Séneca, clásicos castellanos como Nebrija, Cervantes, Lope de Vega, Mateo Alemán, Quevedo, y curiosos libros franceses como Les plaisirs du gentilhomme champêtre de Nicolás Rapin o las admirables Memoirs de Philippe de Commines. Entre 1712 y las vísperas de su muerte adquiere obras de Calderón, Góngora, Saavedra Fajardo, Gracián, Sor Juana y los primeros tomos del Teatro crítico universal de Feijoo»¹. Esto demuestra su bagaje intelectual, propio de su casta, y probablemente desarrollado ampliamente por la educación recibida en el palacio episcopal mientras estuvo tutelado por el obispo.

El maestre de campo don Juan Mijares de Solórzano, caballero de la orden de Calatrava (anónimo, 1735).

Historia de la Conquista y Población de la Provincia de Venezuela:

Oviedo comenzó a recaudar documentos para la confección de la obra por ahí de 1703, y se cree que para 1705 redactó los primeros borradores. ¿Cuáles fueron estos documentos? Pues, el autor no los cita, ni los desglosa al final, como solemos hacerlo nosotros: «Si reparase el curioso en la poca cita de autores de que me valgo, esa es la mayor prueba de la verdad que escribo, pues habiéndome gobernado en todo por los instrumentos antiguos que he leído, ya que la prolijidad no me permite el citarlos, aseguro en su autoridad la certeza de que necesito para los sucesos que refiero». Según él, sus fuentes son tantas que se le hace imposible citarlas, y eso debería dejar en evidencia lo verdad de lo contenido en la Historia.

Esta es una afirmación que no le dejaríamos pasar a ningún autor actual. Sin embargo, entendámoslo en su contexto: Oviedo trabajó, en buena parte y contrario a las prácticas de su época, con fuentes primarias sacadas directamente de los archivos de la provincia. El licenciado don Manuel Isidoro de Mirones y Benavente, oidor de Panamá, en las licencias preliminares de la obra, alaba grandemente al autor por este hecho en particular: «[…] quedé suspenso, admirado por el contexto, el inimitable desvelo del Autor en solicitar materiales que perfeccionasen la obra; pues no ministrándoselos escritor alguno en particular, debió a su aplicación el hallarlos, registrando los archivos de la ciudad de Caracas, y otras de aquel territorio, cuya duplicación de trabajo, por tener el temperamento de aquel clima reducidos los papeles, así por la humedad que consume lo escrito, como por la polilla, que taladra los procesos, a un caos, que pone en confusión lo pasado […]». 

La Historia, entonces, se teje en gran parte a partir de los documentos que cotejó en el archivo de la catedral y cabildo de Caracas. Se cree, además, que tuvo entre sus manos la misteriosa crónica en verso del poeta-soldado Ulloa, tratante de la conquista de Caracas, encargada a aquel por el cabildo en 1593. El único autor citado por Oviedo con regularidad es fray Pedro Simón («Noticias Historiales de las Conquistas de Tierra Firme», 1623) y, ocasionalmente, Antonio de Herrera («Historia General de los Hechos de los Castellanos», 1601) y Lucas Fernández Piedrahita («Historia General de las Conquistas del Nuevo Reino de Granada», 1688). Hay pasajes que están prácticamente calcados de la obra de Pedro Simón, lo que llevó a algún que otro revisionista a acusar a Oviedo de plagiario. Si bien el concepto de «apropiación ilegítima» de un texto existía en la época, a esto se le ponía poco cuidado y no puede condenarse al autor por ser participe de una práctica tan extendida en su tiempo y ámbito.

Fray Pedro Simón. Fuente: Wikipedia.

Para 1720, Oviedo está concluyendo la obra y finalmente es publicada en casa de don Gregorio Hermosilla, en Madrid, en 1723. Su relato, estructurado en siete libros, abarca desde el descubrimiento de Tierrafirme por el almirante Colón en 1498 hasta la muerte del obispo fray Pedro de Salinas en 1600. 

Tomás Eloy Martínez y Susana Rotker en su prólogo «Oviedo y Baños: la fundación literaria de la nacionalidad venezolana» (1990), vieron en el libro de Oviedo la reconstrucción de una realidad, que a la vez crea y justifica: la traducción de un lenguaje y unos signos nuevos, a uno reconocible. A partir de aquí, el texto de este artículo es, en propiedad, una síntesis de los expuesto por ellos. Para ahondar en el tema, consúltese el prólogo en la edición de la obra de Oviedo citada en la bibliografía del presente artículo. Aclarado esto, prosigamos. 

La Historia, como se concebía en la mente de los cronistas de Indias, era un liberal pastiche de realidad y ficción (o mejor dicho, ficcionalización). Se apropiaba de recursos literarios de toda índole para consolidar una realidad verosímil: en la época, lo verosímil era infinitamente más importante que lo real. La historia era válida cuando se ajustaba al sistema de valores predominante. Podemos decir que la gente creía en lo que veía, sino que veía lo que creía: incluso Bloch menciona algo de esto. Entonces, lo verosímil justifica. ¿Qué justifica?

La obra de Oviedo y Baños es una justificación de lo propio, de lo mantuano (lo hidalgo, lo criollo, lo americano, lo venezolano; podemos darle mil adjetivos) frente al «poder legítimo»: frente al Imperio, frente a Occidente que tanto había descuidado a América en sus letras. En efecto, para el siglo XVIII, nadie en el Viejo Mundo había reflexionado retrospectivamente sobre la trascendencia del Descubrimiento y la Conquista. Los españoles escribían las glorias de sus soldados en África y en Italia, pero lo americano no se veía representado. La epopeya americana se escribió desde un primer momento, en América. 

Hagamos consciencia de algo: los criollos no tenían el poder que ellos deseaban. A pesar de las prerrogativas que la Corona les había otorgado, los indianos no gobernaban Indias. Si bien ostentaban el poder económico, este se veía limitado por las estrictas regulaciones mercantiles impuestas por la metrópoli -Oviedo publica su obra apenas siete años antes de que la Compañía Guipuzcoana monopolice el mercado de Venezuela-. Si bien ejercían cargos locales (de alcalde, de alguacil, de sacerdote o deán), rara vez llegaban a virreyes, a presidentes o a obispos. El Consejo de Indias no estaba en México ni en Santo Domingo: estaba integrado por peninsulares en Madrid.

Emblema Real del Consejo de Indias. Fuente: Wikipedia.

Los síntomas de esta patología empiezan a verse desde temprano; dígase la guerra civil de conquistadores del Perú, o la rebelión de Lope de Aguirre: «Mira, mira, Rey español, no seas ingrato a tus vasallos, pues estando tu padre el Emperador en los reinos de Castilla sin ninguna zozobra, te han dado, a costa de su sangre, tantos reinos y señoríos, como tienes en estas partes […]». El criollo se sentía con derechos ganados por la sangre de sus ancestros en la Conquista.

A falta de poder político, escritura legitimante. Oviedo deja de manifiesto algo de esto en el prólogo: «[…] cuya historia ofrece asunto a mi pluma para sacar de las cenizas del olvido las memorias de aquellos valerosos españoles que la conquistaron, con quienes se ha mostrado tan tirana la fortuna, que mereciendo sus heroicos hechos haber sido fatiga de los buriles, sólo consiguieron, en premio de sus trabajos, la ofensa del desprecio con que los ha tenido escondidos el descuido: fatalidad común de este hemisferio, pues los mármoles que separó la fama para materia de sus trofeos, en las Indias sólo sirven de losas para el sepulcro donde se sepultan las hazañas y nombres de sus dueños […]». 

La Historia de Oviedo logra legitimar a través de un método principal: la fundación de los linajes. La hidalguía es nobleza de la sangre. Para armar la hidalguía, debes poner de manifiesto el árbol genealógico y sus servicios a la Corona. El mensaje del autor es claro: nosotros, los criollos, somos hidalgos, descendientes de los conquistadores y, por tanto, de nobles linajes. Oviedo se dedica constantemente a enumerar: varios pasajes están compuestos puramente por largas listas de nombres y lugares de nacimiento; los nombres completos de los conquistadores, los fundadores de las ciudades y de los linajes, el orgullo de los criollos, su legitimidad. En la obra se enumera, por ejemplo, a los soldados que llevó Losada a la conquista de Caracas: «Fueron, pues, los conquistadores que entraron con Losada los siguientes: Don Francisco, Don Rodrigo y Don Pedro Ponce, hijos del Gobernador; Gonzalo Osorio, sobrino de Losada; Gabriel de Ávila, Alférez mayor del campo; Francisco Maldonado de Almendáriz, natural del reino de Navarra; Francisco Infante, natural de Toledo; Sebastián Díaz, de San Lúcar de Barrameda; Diego de Paradas, del Almendralejo, Agustín de Ancona, vasallo de la iglesia, natural de la Marca; Pedro Alonso Galeas, del Almendralejo; Francisco Gudiel, de la villa de Santa Olaya, en el arzobispado de Toledo [y así prosigue por página y media más]». 

Fundación de Caracas (Tito Salas, s. XX).

Esto mismo hace con Barquisimeto, con Trujillo, con Maracaibo, con las entradas de Garci González, con las de los Bélzares. Constantemente menciona en qué pueblo dejó descendencia cada conquistador: para Oviedo, las ciudades son importantes. Las fundaciones de las ciudades son, a su vez, ordenamiento de un mundo amorfo y sitio donde enraizar la hidalguía. 

El lector provinciano reconocería a sus ancestros en aquellas enumeraciones. El peninsular, palparía la hidalguía del linaje. En el capítulo VIII del libro sexto, se narra como unos soldados, contrariando las órdenes del capitán Garci Gonzáles, aplican crueles torturas a un indio llamado Sorocaima. Oviedo, que sabe sus nombres, no los menciona. ¿Por qué razón? No quiere humillar a sus descendientes. «[…] (cuyos nombres remitimos al silencio por excusar a sus descendientes el rubor, que podrá causarles la memoria de acción tan indigna y fea en quien tenía sangre noble) […]». El linaje es la legitimidad de lo criollo: es la legitimidad de Venezuela ante el Imperio. 

Ante esto es relevante mencionar la oscura situación referente a la segunda parte de la Historia. Oviedo menciona constantemente a lo largo de la obra, una segunda parte que tratará de lo ocurrido en el siglo XVII; «[…] daremos fin a esta primera parte, dejando, con el favor de Dios, para materia del segundo tomo los acontecimientos y sucesos de todo el siglo subsecuente». No se sabe qué ocurrió con ese tomo: si se completó -o siquiera empezó a escribirse- es un misterio. Autores señalan que, quizá, Oviedo no disponía de los recursos necesarios para escribir la historia civil que aquel siglo ameritaba. 

Reproducimos nosotros lo señalado por Andrés Eloy Martínez y Susana Rotker (pg. XXXV): «Ante la imposibilidad de resolver el problema, sólo es posible conjeturar que Oviedo y Baños escribió algunos fragmentos de la segunda parte, cuya materia era el asentamiento de las ciudades, el desarrollo del comercio y los conflictos de los poderes políticos y eclesiásticos durante el siglo XVII. En algún momento de la escritura debió de tropezar con la escandalosa historia del obispo Mauro de Tovar (quien ocupó la sede apostólica de Caracas en 1640), cuyas excomuniones arbitrarias, disputas con el gobernador y acciones escabrosas no podían ser narradas sin entrar en contradicción con el plan entero de la Historia. ¿Cómo descubrir las flaquezas del Obispo sin poner también al descubierto las flaquezas de los linajes a los que Oviedo y Baños postulaba como fundadores de una nacionalidad nueva? ¿Cómo describir los desgobiernos de un criollo notable sin cuestionar a la vez la responsabilidad de toda la casta? Este conflicto de principios, esta razón ideológica debió de pesar más sobre el ánimo de Oviedo y Baños que las consideraciones domésticas que suelen esgrimirse, porque el obispo Tovar era un antepasado de la familia de su esposa».

Obispo. Imagen referencial.

Hablamos de que la verosimilitud era, para la época, más importante que la verdad desnuda. El texto crea esta verosimilitud a través de una caracterización de las partes ajustada a la cosmovisión de la época. De un lado, los españoles nobles, bizarros y católicos. Del otro, todos sus enemigos. Primero, los indios. Fieros y salvajes, son más ignorantes que malvados (aunque, ciertamente, con atisbos de crueldad y a veces, extrañamente, de grandeza elocuente). Oviedo reconoce que entre ellos no son homogéneos: son «gentío de diversas naciones». Refiere a Garci Gonzáles conquistando cada país de la Región Central, y las guerras que estos solían tener entre ellos. Aún así, para efectos prácticos, todo indio es parte de la otredad. Entre ellos todos son distintos, sí, pero «todos son bárbaros». Para los españoles, el heterogéneo indio, sea de la nación que sea, es «lo otro».

Con los indios, la naturaleza americana juega un papel antagónico a las pretensiones de los conquistadores; estos luchan tanto con los nativos, como con la tierra que buscan poseer. La naturaleza es extraña, el suelo inculto, los animales monstruosos, nunca antes vistos. Para el tiempo de Oviedo, el paisaje natural americano sigue viéndose con cierta exoticidad y asombro: uno de los puntos que menciona al describir la Provincia de Venezuela, es que tiene grandes tigres, más fieros que cualquier bestia europea. La naturaleza es el terreno, y el terreno ocupa un espacio, tiene unas distancias. En América las distancias son enormes. De ellas es súbdita el tiempo, que también es indomable. Las expediciones duran meses o años: nunca se sabe hasta que punto las distancias entorpecerán los intentos de dominar el tiempo. Los obstáculos de la distancia evitan, por ejemplo, que Juan de Salas pueda entregar a tiempo los hombres y pertrechos que prometió a Losada para la conquista de Caracas.

Luego, los protestantes. Se hace hincapié en el desmán de los alemanes que, encargados de una tierra arrendada, no escatimaron en practicar los mayores saqueos y crueldades (esto se contrapone al amor que los españoles sienten por la tierra que poseyeron, véase cómo se personifica a Alonso Andrea de Ledesma en el último capítulo). Los ingleses, en piraterías constantes, son tan enemigos de Venezuela como los nativos: una y otra vez vienen a causar caos en el mundo que los españoles están ordenando. En el saqueo de Coro se resalta la condición luterana de los asaltantes. El propio Lope de Aguirre profiere infamias a Lutero y a Mahoma. 

George Somers (líder pirata del s. XVI). Imagen referencial.

Lope de Aguirre es un caso especial que se encuentra en el medio de todo. Español, con valores españoles y visión española, pero sublevado. Y como está sublevado, no puede sino estar loco, y con ello se le hace autor de las mayores crueldades imaginables. Quizá se interpreta a Aguirre como la forma incorrecta de legitimar lo criollo: ¿Cómo vas a atacar al rey si ante él estás intentando justificarte? Alzado contra lo verosímil, Lope sufre la peor de las muertes. Como si se tratase de justicia divina, la mala muerte azota a los españoles que rompen el tácito código de honor de su raza. En una expedición de Jorge de Espira, soldados hambrientos matan y consumen a un niño indio. ¿Qué les sucedió? «[…] a pocos días tomó venganza el cielo, pues murieron todos cuatro, aunque de diferentes achaques, con los mismos accidentes de ansias, congojas y dolores, confesando a voces su delito, y conociendo ser su muerte pena de su iniquidad».

La ficcionalización es parte importante de la creación de lo verosímil. En una entrada del teniente Federmann murió de trabajo un español, Martín Tinajero, y lo enterraron en un barrial. Teniendo que volver luego por el mismo camino, los compañeros se acercaron a revisar el cuerpo por curiosidad, sin embargo «[…] se hallaron acometidos de una fragancia tan suave y un olor tan singular, que suspensos ignoraban la causa a que atribuir tan maravilloso efecto, hasta que aplicando la vista hacia la rambla, reconocieron estar medio descubierto el cuerpo de Tinajero, de cuyo yerto cadáver se exhalaba aquel olor peregrino, de quien enamorados diferentes enjambres de silvestres abejas, se habían apoderado, para dar clausura de aromas entre aquellas fragancias a su miel; y no osando los compañeros tocar el cuerpo, admirados, se volvieron para el real, donde referido el prodigio, hicieron todos memoria de la modestia y costumbres, que siempre habían observado en el silencioso recato de aquel hombre […]». Entre la fiereza de los alemanes, un buen español manifiesta -como si se tratase de un santo- su beatitud después de muerto. 

En una ocasión se relata el enfrentamiento entre Garci González en solitario y una horda de centenares de indios. El propio Oviedo manifiesta cierto escepticismo ante este relato, pero justifica su veracidad en la autoridad de la tradición que desde el siglo XVI había mantenido viva la anécdota en Venezuela. Y nosotros argüimos que Oviedo no justifica su veracidad: justifica su verosimilitud. 

El tiempo en la Historia es un ente complejo. El trazado temporal no se mide en la obra a través de una cronología. Para Oviedo las fechas son poco relevantes (a veces ni siquiera se mencionan en el texto, sino que se refieren con notas a pie de página). Más bien, en la Historia se plantea una especie de masa temporal deforme que abarca todo aquel siglo y que se ve moldeada por las acciones de ciertos personajes protagónicos alrededor de los cuales se estructura la narración. 

En boca de los mencionados autores (pg. XLVII): «Los tres primeros [libros] se estructuran sobre la duplicación de los personajes: la misma duplicación que aparece en la administración militar de la conquista y en la administración social de la colonia. Siempre hay un gobernador y un teniente general, que desfilan en parejas, en una suerte de contradanza donde la realidad es al mismo tiempo la imagen reflejada. Los dobles aparecen a partir del capítulo IV del primer libro, y no se eclipsan hasta el final del tercer libro, de manera rítmica: Ampúes/Alfinger, y luego Alfinger/Sailler, Spira/Fedreman, Reinoso/Losada, Villegas/Losada, Marcio/Bonilla, Utre/Carvajal, Losada/Carvajal, Tolosa/Carvajal y Fajardo/Collado». Los siguientes libros se estructuran en torno a tres personajes principales: Lope de Aguirre, un contrapoder; Diego de Losada, poder legítimo; Garci González de Silva, poder legítimo, pero de alguna forma alternativo. En esta obra, Garci González dista poco de ser un héroe de caballería.

Armada Belzar en Venezuela. Fuente: Wikipedia.

¿Qué hace, en fin, diferente a la «Historia de la Conquista y Población de la Provincia de Venezuela» de las obras que le precedieron? La obra de Oviedo, como hemos visto, tiene la pretensión de ser una Historia Oficial: la historia legítimamente, la historia ordenadora, la primera en dar una forma reconocible y propia -una forma fundamentalmente criolla, fundamentalmente nacional- a aquellos hechos dispersos de la Conquista. No tiene las mismas implicaciones que la crónica de Aguado o la de Simón. Estas últimas son obras casi de curiosidad, obras turísticas, despegadas de la tierra que pretendían explicar; tanto así, que ni siquiera se enfocan en Venezuela en particular, sino que la tratan en conjunción con Margarita, Nueva Andalucía, Guayana y el Nuevo Reino. Escritas por peninsulares, no poseen la intención justificadora criolla que hace trascendente a la Historia. Aquí radica la importancia de la obra: es la primera Historia de Venezuela, la primera historia propiamente venezolana. Así lo considera Ramón Díaz Sánchez en su «Evolución de la historiografía en Venezuela». Por otro lado, la publicación de la obra se da justamente en los años de un creciente interés de la Monarquía Hispánica por Venezuela. Las Reformas Borbónicas y sus repercusiones en la provincia ameritarían cientos de párrafos más: por ello, no lo trataremos aquí.

Como ya vimos, la Historia termina en suspenso. El autor se despide con la promesa de tratar el siglo XVII y, como ya sabemos, nunca lo hizo o lo que hizo desapareció. Quisiéramos nosotros concluir con la siguiente sentencia del ya referido prólogo, obra excelsa de sus ensayistas autores (pg. LX): «Ya en el filo del siglo XVII, Venezuela era percibida de la misma manera que hoy: como algo abierto, como una promesa sin límites. Hasta la primera Historia consagrada al país se corresponde con esa imagen: es un texto que no termina, un fragmento que ha quedado en suspenso para dar paso a otro, y a otro más. Y lo que no termina es un espacio salvado, donde todo se preserva y se prolonga; es el horizonte sin fin de lo posible, el lugar de las utopías. “ …daremos fin a esta primera parte”, rezan las últimas líneas del libro, “dejando, con el favor de Dios, para materia del segundo todos los acontecimientos y sucesos de todo el siglo subsecuente”. ¿No es tal vez esa “eternidad plegada”, ese pliegue que se despliega hacia el infinito, la mejor metáfora de la aún inacabada Venezuela?».

Bibliografía:

  1. José de Oviedo y Baños. «Historia de la Conquista y Población de la Provincia de Venezuela». Madrid, 1723. Biblioteca Ayacucho; Caracas, 2004.
  1. Ramón Díaz Sánchez. «Evolución de la historiografía en Venezuela». Ministerio de Educación; Caracas, 1956. 

Hemerografía:

  1. Frédérique Langue. «Orígenes y desarrollo de una élite regional. Aristocracia y cacao en la provincia de Caracas, siglos XVI-XVIII». Nuevo Mundo Mundos Nuevos [En línea]. Bibliothèque des Auteurs du Centre, en línea desde el 22 de febrero de 2005, consultado el 09 de septiembre de 2024. URL: http://journals.openedition.org/nuevomundo/769; DOI: https://doi.org/10.4000/nuevomundo.769
  1. Kevin Perromat Augustin. Las “reglas de la Historia”: cronistas de Indias, apropiaciones legítimas y plagios en el discurso historiográfico renacentista y barroco. Séminaire Amérique Latine du Centre de Recherches Interdisciplinaires sur les Mondes Ibériques Contemporains, Paris IV Sorbonne, Milagros Ezquerro; Eduardo Ramos-Izquierdo; Julien Roger, 2008, Paris, Francia. pp.ISSN : 1954-3239. ffhal-03685834ff
Santiago Mendoza Dominguez
Santiago Mendoza Dominguez
Joven investigador de la historia de Occidente, con enfoque en la Edad Moderna (en general) y el periodo colonial de América (en particular). 1° lugar en la categoría de 4to-5to año en las Olimpiadas de Historia para Bachillerato 2024. Asignado a la carrera de Historia en la Universidad Central de Venezuela. «Amicus Plato, magis amica veritas».

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