Hace noventa y cinco años, en la ciudad de Ginebra, la noche se volvió más espesa que de costumbre. No fue una simple oscuridad la que cayó sobre los Alpes suizos, sino una tiniebla densa, como un sudario que descendía lentamente sobre la figura de un hombre que ya había agotado toda su luz interior. La muerte, esa vieja aliada de los espíritus demasiado lúcidos para soportar el mundo, acudió entonces como una respuesta, no como una invasión. Fue convocada, no temida. Y al llegar, recogió con delicadeza el alma de un ser para quien la vida había dejado de ser un espacio suficiente.
Aquel hombre, vencido por tormentas internas que lo agitaban como un navío en mares invisibles, no era otro que José Antonio Ramos Sucre. Cumanés por nacimiento, universal por vocación. Nacido entre los ecos nobles de la Tierra Firme, llevaba en su sangre la estirpe del Gran Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre. No era únicamente un descendiente de héroes: lo era también por cuenta propia, aunque de otra manera. El campo de batalla que eligió fue el alma. Su lanza, la palabra.
Y, sin embargo, jamás mencionó a su ilustre pariente. Nunca invocó el laurel heredado, ni convirtió el apellido en escudo de orgullo. Tal vez comprendía, con la intuición de los sabios, que el heroísmo verdadero no se proclama, se construye. O quizá percibía que su combate era distinto —más íntimo, más silencioso, más desgarrador— y no quiso contaminarlo con genealogías ilustres. A veces, el respeto más alto se expresa en el silencio. Lo cierto es que, como si una fuerza oculta lo atara a aquel otro Sucre, también él murió en junio, exactamente un siglo más tarde. El Mariscal cayó en Berruecos en 1830; Ramos Sucre, en Ginebra, en 1930. Ambos fueron vencidos no por enemigos visibles, sino por una traición más profunda: la del mundo frente a los hombres puros.
“La fortaleza es la desesperación aceptada.” Esta sentencia, que podría parecer la confesión de un derrotado, encierra más bien la proclama de un héroe silencioso. En ella se condensa la filosofía trágica de Ramos Sucre: la vida no como esperanza ingenua, sino como un combate resignado, una vigilia noble frente al abismo. De allí su admiración por los grandes próceres de Venezuela: Bolívar, Anzoátegui, Bermúdez… figuras que no interpretaba desde la bruma de las leyendas, sino como arquetipos vivientes de una voluntad combativa que sobrevive incluso al fracaso. En esa visión, la historia no era un museo de glorias marchitas, sino una cantera viva de ejemplos a imitar, un relicario de espadas para quienes aún desean guerrear contra la mediocridad del presente.
Ramos Sucre fue un coloso intelectual de su tiempo. Desde muy joven, caminó entre las ruinas de Tebas y las cúpulas de Bizancio; cruzó con la mente las puertas del Hades y se sentó a la mesa con los dioses de la tragedia. Aprendió lenguas como quien desentierra herramientas antiguas: no por erudición vacía, sino para conversar con los muertos. “Un idioma es el universo traducido a ese idioma”, escribió alguna vez, y bajo esa convicción aprendió a habitar múltiples universos. Fue discípulo de Virgilio, confidente de Pascal, camarada de Baudelaire. Traducía no sólo idiomas, sino mundos enteros. Su saber era un faro encendido en medio del desierto cultural de su época.
En las aulas fue más que un docente: fue un oráculo. Los jóvenes que lo escuchaban —entre ellos, Mariano Picón Salas— no veían en él a un simple catedrático, sino a un demiurgo que abría las puertas del pensamiento poético con la serenidad de un iniciado. Su figura, envuelta en una austera elegancia, parecía tallada en mármol antiguo. No enseñaba fórmulas: revelaba caminos. Su concepción del lenguaje era sagrada: “Es buen escritor el que usa expresiones insustituibles.” Y eso hacía con su prosa: tallaba cada palabra como si se tratara de una joya irremplazable.
Si aún se repite, con ligereza, que el gomecismo fue un páramo sin ideas, se olvida que entre sus sombras florecieron almas como la de Ramos Sucre. Supo transitar con dignidad entre los pliegues del silencio oficial. Fue cónsul, jurista, helenista, simbolista, místico y filólogo autodidacta. En vez de rebelarse con panfletos, construyó una insurrección más duradera: la de la forma, la del estilo, la del símbolo. Su resistencia no fue tanto política como metafísica.
Sufría insomnios descomunales, verdaderas batallas nocturnas en las que su mente se convertía en campo minado de visiones y pesadillas. En lugar de sucumbir, transformó ese tormento en poesía. Su obra es un largo sueño agitado, una cartografía del alma desgarrada. Sus aforismos —las “granizadas”, como él las llamaba— eran relámpagos de lucidez; sus prosas poéticas, ríos de lava que atravesaban la razón para abrir cauces en lo simbólico. Lo sabía: “El hombre ha inventado el símbolo porque no puede asir directamente la realidad.” Por eso, su lenguaje es un conjuro, no una descripción. Escribía como quien se quema las entrañas para alumbrar a los otros.
La torre de Timón, El cielo de esmalte, Las formas del fuego: no son simples libros, sino templos. En ellos vive un alma exiliada del tiempo, atrapada entre la fiebre y la visión. Ramos Sucre habitaba un mundo que ya no era el nuestro; caminaba por pasillos invisibles donde dialogaba con sombras augustas. Su guerra era invisible, pero no menos sangrienta. Y su palabra, el filo con el que cortaba la oscuridad.
En 1929, fue enviado como cónsul a Ginebra. Allí, en el corazón del Viejo Mundo, se intensificaron sus crisis. Lejos de su patria solar, la enfermedad y la melancolía lo cercaron sin tregua. El 13 de junio de 1930, tras un intento fallido de suicidio, murió en un hospital suizo. No fue un abandono, antes bien una consumación. Un final coherente con la intensidad de su vida.
Hoy, su figura se yergue como una cumbre solitaria en el paisaje literario venezolano. No se le puede explicar: se le contempla. Se le recita como se reza a los santos. Su estilo es una ruina sagrada iluminada por relámpagos. Su vida, una odisea espiritual narrada en susurros. Más que poeta, Ramos Sucre fue un umbral, una grieta abierta entre el mundo visible y las regiones donde habitan los arquetipos. Su legado es una constelación persistente en la noche cultural de Venezuela; y su existencia, un acto de heroísmo íntimo, silente y total.