Cuando de nuestros labios se pronuncia la palabra Venezuela, una energía distinta invade el aire y absorbe todo el clima del espíritu. Esa patria, nacida entre las tierras firmes y las tierras de gracia, fue desde su primer amanecer un escenario marcado por la heroicidad. Allí, en el cruce de horizontes, dos mundos se enfrentaron con fiereza y, en medio de esa colisión, se avizoraba ya la posibilidad de un tercer mundo nuevo, el nuestro, que habría de surgir en los siglos por venir. Desde entonces, el sol del Caribe iluminaba con un resplandor único a esa inmensa geografía todavía dispersa, pero que llevaba en germen la promesa de convertirse en nación y en símbolo, en destino y en mito.
Todos los pueblos poseen mitos. Un pueblo que desconoce o ignora el suyo es un pueblo condenado a errar sin rumbo, a permanecer perdido entre falsas cosmovisiones y burbujas ideológicas que lo apartan del verdadero camino de su destino nacional. El símbolo, más que un mero recurso para los estudiosos, es una brújula espiritual: marca las vías de sentido superior que elevan a los ciudadanos a la categoría de hombres con un propósito por cumplir y un deber que los trasciende.
En este sentido, nuestra patria, nacida y forjada en el Caribe, tiene como su símbolo más alto al sol. Ese astro no solo calienta y fecunda nuestras tierras, sino que representa la vitalidad inagotable, la luminosidad de nuestro espíritu y la claridad de nuestras gestas. El sol caribeño es la metáfora de la permanencia, de la energía vital que jamás se extingue, de la heroicidad que ilumina las sombras de la adversidad.
Pero Venezuela no es solo Caribe: en sus regiones palpita una pluralidad de símbolos que, unidos, conforman el mito nacional. En las llanuras infinitas, el viento libre forjó a los lanceros, hombres recios que encontraron en el caballo y la lanza la expresión sublime de la libertad y la victoria. En la Amazonía, el silencio de la selva esconde una sabiduría milenaria, una reserva de fuerza natural que recuerda a los pueblos que la habitan como guardianes de lo inmutable. En la costa, el pescador se convierte en símbolo de constancia y sacrificio, luchando cada jornada contra el mar para extraer de él el sustento, como quien arranca a la vida su porción de esperanza. En los Andes, la altura imprime al carácter el temple de la perseverancia, la paciencia laboriosa y la espiritualidad que mira siempre hacia las cumbres. Y en el oriente venezolano, la audacia y la inventiva de sus hombres insignes —navegantes, guerreros, artistas— demuestran la capacidad de proyectar la patria hacia horizontes universales.
Ese abanico de virtudes naturales que cumplen funciones superiores, el sol del Caribe, los llanos de los lanceros, la Amazonía sagrada, la costa incansable, los Andes perseverantes y el oriente creador forman un cuerpo simbólico que sostiene nuestra conciencia heroica y nuestra identidad histórica, recordándonos que Venezuela es una síntesis viva de múltiples fuerzas telúricas y espirituales, llamadas a brillar en el concierto de las naciones.
Cuando se habla de la voluntad del venezolano, es decir, de la actitud con la que enfrenta la vida, suele repetirse que somos un pueblo trabajador, un pueblo esforzado, digno y educado. Sin embargo, estas fórmulas, aunque ciertas, resultan insuficientes para expresar la hondura espiritual que nos define. Por ello me ha parecido necesario proponer una categoría más alta, que debería incorporarse al vocabulario nacional: la voluntad solar.
¿Y qué es la voluntad solar? No es otra cosa que el impulso vital y heroico por el cual todo venezolano se lanza a la aventura de la existencia, no sólo en procura de su propio destino, sino en función de la elevación colectiva de la vida nacional. La voluntad solar es, pues, la irradiación interior que corresponde al símbolo mayor de nuestra geografía espiritual: el sol.
Ese astro, que alumbra y fecunda nuestra tierra, proyecta en cada venezolano un llamado a la grandeza. De él se desprende la convicción de que no nacemos para la mediocridad ni para la derrota, sino para la plenitud. Así se forman hombres grandes, hombres libres, pero, sobre todo, hombres comprometidos con el deber de engrandecer la patria mediante las acciones que su voluntad solar les inspira.
En este sentido, la voluntad solar no es una metáfora vacía e inerte: se trata, verdaderamente, de una herencia telúrica y mítica, que nos remite tanto al sol del Caribe —símbolo de vitalidad y permanencia— como a los ejemplos históricos de nuestros héroes máximos, desde Guaicaipuro, el Cacique heroico y Ledesma, el Quijote venezolano, hasta Bolívar, el Genio y Libertador y Páez, el Centauro de los Llanos, todos ellos movidos por esa energía superior que los impulsó a sobreponerse a las sombras para encender con su intrépida luz la historia de nuestra patria.
El venezolano, proveniente de esa compleja estirpe de vertientes diversas —indígena, hispánica y africana— todas amalgamadas en la heroicidad solemne y solar, confluye en sus genes con un triunfo casi biológico que lo posee, lo ensancha y lo eleva, no solo en el alma sino también en el cuerpo. Este es uno de los rasgos fundamentales de nuestro carácter histórico: ese instinto que los cronistas de antaño ya vislumbraban en nosotros, la genuina ambición de siempre ser jefes, de liderarlo todo, de comandarlo todo, de ganarlo todo.
Thomas Carlyle, al reflexionar sobre los grandes hombres, afirmaba que la historia universal no es otra cosa que la historia de estos héroes, pues son ellos quienes encarnan las aspiraciones y la energía de sus pueblos. Bajo esta luz, la vocación de mando que caracteriza al venezolano no debe entenderse como un vicio de egocentricidad vacua o perniciosa, sino como una expresión natural de lo que Carlyle llamaba el Héroe Rey: el hombre capaz de imponer orden, de dar forma al caos, de guiar con reciedumbre a los suyos. Es un liderazgo integral, orgánico, pero también firme, recio, cargado de carácter y personalidad. Nuestro país lo ha conocido como fenómeno político y estudiado sociológicamente, el concepto del caudillismo y el subconcepto sucesivo: el gendarme necesario.
Por eso, la vibrante personalidad venezolana ha proyectado constantemente su influjo hacia otros pueblos. No es casual que fuésemos nosotros quienes, al emprender la gesta heroica de la independencia, proporcionáramos líderes a toda la América. En el Perú, en el Ecuador, en Bolivia, en la Nueva Granada y en nuestra propia tierra, fueron los venezolanos quienes comandaron, con la misma heroicidad de otros gentilicios, batallas inolvidables.
Bolívar, Sucre, Páez y tantos otros encarnaron, como diría Jakob Burckhardt, la fusión perfecta entre individuo y circunstancia histórica, convirtiéndose en fuerzas del destino americano, en los cabecillas de ese pequeño género humano de un continente llamado a ser la promesa del porvenir.
Esta tradición no surge de la nada: es la continuidad de un mito heroico que se origina en la resistencia de los caciques, se forja con la espada de los conquistadores y se inmortaliza con las lanzas de los llaneros. Aquellos mitos de epopeya —los Guaicaipuro, los Ledesma, los Miranda, los Bolívar, los Paéz— constituyen una estirpe recia que, a través de la sangre y el sacrificio, ha erigido una de las tradiciones heroicas más grandiosas que el mundo haya visto jamás y, sin lugar a dudas, la más alta y espléndida de toda América.
El entusiasmo por la grandeza de nuestro pueblo, por la marcada gloria que ilumina el historial de nuestras aventuras heroicas desde la Conquista hasta la Independencia y aún después de ella, demuestra que el venezolano conserva una autoestima histórica inoxidable, forjada en hazañas que no se marchitan con el tiempo. Y si bien otros pueblos de nuestro continente han dado hombres ilustres y memorables —como San Martín, Sánchez Carrión, Girardot, etc— ninguno ha alcanzado la altura solar de un Francisco de Miranda, de un Simón Bolívar o de un Antonio José de Sucre.
Basta recordar que el primer presidente que consolidó la República del Ecuador fue el general Juan José Flores, hijo de Carabobo; que el Perú, tras su larga agonía colonial, halló en Bolívar al dictador organizador que le entregó instituciones y futuro; que en el mismo suelo peruano Sucre, con genio militar incomparable, comandó en 1824 la gloriosa batalla de Ayacucho, que selló la independencia de toda América. En la Nueva Granada, Bolívar y sus compañeros insignes levantaron la bandera de la libertad con ardor implacable; y en Bolivia, la presencia de Sucre y del propio Libertador se convirtió en piedra angular de una república que hasta hoy lleva en su nombre el eco inmortal de aquel hombre que fue Padre Fundador de pueblos enteros.
Por eso, venezolanos, siempre que en la hora presente nos sintamos abatidos por la adversidad, siempre que las sombras de la desventura parezcan oscurecer nuestro destino, miremos hacia atrás y rescatemos los símbolos vibrantes de nuestro pasado heroico. Ellos no son reliquias muertas, son signos latentes que debemos proyectar sobre nuestra actualidad, para recordar a todos —y recordarnos a nosotros mismos— quiénes fuimos, quiénes somos y quiénes aún estamos llamados a ser. Somos hombres solares; venezolanos, sin más, un gentilicio dorado, en suma: un rango histórico de calidad irrenunciable.