Dicen los viejos que la tierra avisa antes de rugir, que el aire se enrarece y los animales sienten en la sangre lo que los hombres, con su soberbia, prefieren ignorar. Así fue aquel año de 1849 en Lobatera, cuando la tragedia llegó vestida de presagio y la muerte caminó entre sus calles de piedra.

Era enero y venía Luis Francisco Mora Vivas, a quien le decían Capino por su color de piel como la leche, por el camino de los llanos de San Juan, de atender sus negocios, esperando llegar a casa para cenar con esposa Rosario y sus cinco suticas, cuando se topó con una anciana indígena que cargaba un bulto tan pesado que parecía doblarla en dos. Conmovido, ordenó a los siotes a su servicio que le ayudaran a subirlo a su borrico. Los zagaletones se esforzaron, pero el bulto pesaba harto, y aun cuando lograron atarlo, la bestia avanzaba con dificultad resoplando bajo el peso. Una vez en la plaza de Lobatera, la curiosidad venció al capino y preguntó:
—¿Por qué pesa tanto este costal, nona?
La vieja levantó su rostro arrugado, surcado por incontables lunas y soles, y con sus ojos oscuros como el fondo de un pozo, le respondió con voz queda y rastro de chimó entre sus labios:
—Más le va a pesar lo que está por venir a Lobatera.
Luis Mora no supo qué responder. Sintió un escalofrío que le recorrió la espalda, y siguió su camino a casa.
Quería dejar pasar el comentario, pero su esposa María del Rosario lo notó como atulampado y le preguntó:
—¿Qué fue capino, que lo veo raro?
—Ala, que endenantes me encontré una india cargando mucho peso y con una lora en una pata. Me dio vaina y le dije a los siotes que le ayudaran a subir el costal a la bestia, pero decime que les costó subirlo de lo pesado. Al llegar a la plaza le pregunté a la soca vieja por qué pesaba tanto esa joda, y me respondió que más nos va a pesar lo que pronto va a pasarle a Lobatera.
—No le des bolera. Usted sí es tariolas capino —le dijo Rosario—, que esas indias se lo viven garlando pa’ juñir a la gente.
Pero ya desde esos días el pueblo comenzó a llenarse de signos inquietantes. Solo visibles para quienes mantenían sus sentidos alerta. Los perros aullaban temerosos sin motivo aparente, las gallinas abandonaban sus nidos antes de tiempo, y el sereno del pueblo, Melitón Rosales, en sus noches de ronda, juraba haber visto luces errantes rasgando el cielo. El ciego Dionisio, por su parte, se extrañaba de que los demás no escucharan los rugidos que emanaban del suelo, como si el mismo Mandinga despertara en las entrañas de la tierra y, con cada rugido, un apestoso olor a azufre flotara en el aire, impregnando cada rincón del pueblo.
Algunos aseguraban que el pueblo estaba juñido de mal presagio, pero otros, menos dados a la superstición, les espetaban que dejaran de ser apatusqueros, burlándose de sus temores.
Cuando el Capino, movido por la inquietud general, consultó al viejito Salomón —ese curioso y sobandero del pueblo que curaba el mal de ojo, el descuajo y las nigüas con amuletos de plata, sobas y rezos del salterio—, este apenas levantó la vista y, tras un largo silencio, dijo con voz grave y pausada:
—Cuando Dios no quiere remediar nuestros males, de nada nos sirven caldos ni pócimas medicinales.
Entonces, el 26 de febrero, a las cinco de la madrugada, la tierra se quebró.
El estruendo fue como el rugido de un León gigante y, en un abrir y cerrar de ojos, Lobatera dejó de ser. Las casas de tapia y teja cayeron sobre la gentecita, la iglesia de Nuestra Señora de Chiquinquirá se estremeció hasta los cimientos y el suelo mismo pareció hundirse en su propia desesperación. Treinta y dos almas quedaron atrapadas bajo los escombros, sus nombres fueron registrados con dolor en los libros parroquiales. Entre ellos, el Capino Luis Mora y su esposa Rosario Valero, junto a sus cinco niñas: Aureliana, Laura, Isidora, Pastora e Isabelana. En sus últimos alientos, el Capino recordó la profecía de la india y se lamentó de no haber salido de Lobatera. Pero el destino lleva a quien se deja y arrea al que se resiste.
El temblor no terminó con el primer sacudón. Hasta el 2 de marzo, réplicas aterrorizaban a los sobrevivientes, mientras las ruinas se hundían más en el polvo y el miedo se volvía un hábito. Muchos quedaban enteleridos, sin saber qué hacer. Quienes quedaron en pie lloraban a los suyos y, entre el dolor y la desolación, recogieron lo poco que la furia de la tierra les dejó para empezar de nuevo. Con lo que hallaban entre los escombros, buscaban bastimento para sobrevivir.
Uno de los que sobrevivió al terremoto de Lobatera y aprendió la lección fue el ciego Dositeo López. Su condición le hacía percibir lo que para los demás era más difícil. Emigrado a Cúcuta luego del desastre, pudo notar las señales que aparecían en el ambiente antes del gran terremoto de Cúcuta de 1875. “Me huele a Lobatera”, decía sin cesar y animaba a la gente a que se mantuviera alejada de las edificaciones y durmieran en escampado. Dositeo sobrevivió también a este terremoto y algunos crédulos también lo harían.
Dicen que el terremoto de Lobatera cambió la faz del suelo, que desplazó manantiales y abrió grietas en las montañas, pero lo que no pudo cambiar fue la voluntad de aquellos que sobrevivieron. Los lobaterenses, con la fuerza de los que desafían la adversidad, se levantaron de los escombros y, piedra sobre piedra, reconstruyeron su hogar. El pueblo renació y de él otro hijo surgió, no sin lágrimas ni pérdidas, pero con la certeza de que la tierra, por más que tiemble, jamás podrá borrar la memoria ni la resistencia de quienes la habitan.
Relato creado a partir de datos históricos del doctor Samir Sánchez, Cronista Emérito de Lobatera en, Sánchez, Samir. (2019). Memoria de Lobatera.
Muy interesante el relato, y me reconforta saber de dónde venimos, de su historia
Tengo una inquietud, quiero saber porque se nombra a un obispo Alejandro pero en el relato no se menciona quien era él, o que influencia tiene por esas tierras y el terremoto? Gracias
Muy buenas historias que deben ser expuestas a la descendencia presente y futuras