Opinión | 18 de octubre: 80 años de demagogia

Han transcurrido ochenta años desde la pérfida jornada del 18 de octubre de 1945, fecha que ocupa, dentro de la constelación histórica de la patria, una de las más altas esferas en cuanto a lo siniestro de su propósito y a la negrura que la envolvió. Otro 18 de octubre —sí—, que no convoca alegrías ni celebraciones, sino recogimiento y juicio.

Aquella jornada, que algunos confundieron con un amanecer de democracia pulcra, fue en realidad el oscurantismo de la barbarie. Marcó para Venezuela una de las más hondas involuciones de su historia contemporánea: el día en que los vicios disfrazados de redención sustituyó al orden civil por la conjura militar y partidista, y la violencia de las montoneras, otra vez, se presentó como valor patrio.

Venezuela no puede comprenderse sin esa fecha elemental. En ella comenzó la desfiguración del ideal republicano, la siembra del partidismo como religión política, y el extravío de una generación que, creyendo libertarse, se encadenó al ruido. Sin el 18 de octubre, acaso nuestro país habría seguido un camino distinto: más decente, más justo, y, con toda probidad, más digno.

¿Qué es lo que oigo afuera, en las redes modernas, en esas perreras de la opinión, que no del pensamiento? ¡Ah, sí, los ladridos! Los mismos que el buen Quijote advertía a Sancho como señal de avance. ¡Se avanza, se avanza! ¿Y qué dicen ahora? “¡Mentiras, reaccionarios, no difamen la Revolución Democrática!” 

¡Qué paradoja tan grotesca: confundir el caos con el orden, la negación con el progreso! Ellos, queridos lectores, proclaman, aún peor, gritan, que en octubre de 1945 se derribó a una oligarquía de hombres presuntuosos. ¡Qué va! Repasemos nombres: Isaías Medina Angarita, Arturo Uslar Pietri, Mario Briceño-Iragorry, Ángel Biaggini, Pedro Sotillo, Alirio Ugarte Pelayo. ¿Esos fueron, acaso, los oligarcas? 

No. Fueron los hombres del decoro, los servidores del mérito, los constructores de una República que todavía aspiraba a la civilidad. Mas para las momias de la historia —esas que se niegan a reconocer sus yerros— y para los nuevos fanáticos de hoy, democratistas de consigna y prostitutos del concepto, todo aquello fue pecado de inteligencia.

Estos míseros de la moral republicana —aquellos que mancillaron el decoro político iniciado por López Contreras y continuado por Medina Angarita— llevaron nuevamente a la vida pública los mismos vicios que decían combatir. El llamado Brujo de Guatire y sus secuaces devolvieron al escenario nacional los hábitos del atropello, disfrazados de redención. En el Trocadero —bien se sabe— los presos eran sometidos a tormentos eléctricos, y los mismos adecos justificaban aquellos suplicios como métodos para “curar la rebeldía reaccionaria”. ¡He ahí su concepto de democracia!

Volvieron entonces las cárceles, los exilios, los vejámenes. Todo lo que se creyó superado bajo el orden civilista renació con mayor sevicia, después de una etapa que, si bien no fue armónica, tampoco fue la catástrofe que la historia oficial se empeña en pintar. El país que había comenzado a caminar hacia la decencia institucional fue empujado otra vez al torbellino de la vileza política, donde la virtud fue tachada de pecado adeco y la violencia proclamada como justicia adequista. Se instauró, por así decirlo, un jacobinismo criollo. 

El régimen se distinguió por la persecución sistemática, el secuestro, la tortura y el asesinato del adversario político. Exministros y exfuncionarios —entre ellos Arturo Uslar Pietri o Diego Nucete Sardi— fueron acosados, encarcelados o empujados al exilio, mientras sus hogares eran allanados y saqueados con impunidad. Y estos saqueos, cabe decir, invitados por los mismos autoproclamados apóstoles de la democracia. 

Las cárceles, que en otros tiempos habían sido refugio de maleantes, se llenaron entonces de personas decentes: maestros, escritores, periodistas y hombres de pensamiento. Dos hombres dejaron constancia de esto: Mario Briceño-Iragorry y Tulio Chiossone. No faltaron las denuncias de tormentos, de cuerpos apaleados con furia salvaje, de vidas truncadas en nombre de una democracia que comenzaba a parecerse demasiado a la “tiranía” que decía abolir.

Para imponer el terror y sostener el miedo como norma de gobierno, se organizaron milicias armadas y bandas de choque —la infame Cobra Negra, entre ellas—, compuestas incluso por malhechores sacados de las colonias penitenciarias y puestos al servicio del nuevo orden. Se dieron fusiles a patas en el suelo y el caos se hizo naturaleza predilecta en Caracas. El pánico atenazó entonces al país social, y el ciudadano, inerme, aprendió a callar su juicio por instinto de supervivencia. La prensa, natural voz de la conciencia pública, fue amordazada bajo el látigo de la censura. Se clausuraron talleres, se confiscaron imprentas —como la del diario El Heraldo— y se encarceló a periodistas cuya única falta fue creer que la verdad podía pronunciarse sin permiso. Además, estaba tajantemente prohibida la abierta defensa al régimen recién depuesto del general Medina. ¡Ya saben: libertad expresión democrática! 

El hecho de querer fundar una Iglesia adeca, no sólo constituye un acto verdaderamente aborrecible, sino una herejía directa hacia nuestra alma católica como pueblo. De San José Gregorio Hernández a san rómulo betancourt —minúsculo nombre, minúscula alma—. ¡Locura igualar a Dios Todopoderoso con una iglesia chafa compuesta de bochincheros sinvergüenzas! Esto sería suficiente para ilustrar con un sólo capítulo del Trienio Octubrista lo horroroso de la época. Con nitidez, Federico Landaeta denomina a estos tiempos «cuando reinaron las sombras». 

El terror de aquel día, hay que decirlo, pocas veces se vio en la historia del siglo XX. Tal vez en los años posteriores hechos similares causaron igual o más impacto. Las guerrillas comunistas de los años 60 o los sucesos de 1992. Múltiples heridos, muertos y desaparecidos, heridas que dañaron el tejido social, cada muerte causada por la Revolución Democrática es una gota de sangre derramada del cuerpo sagrado de la nación solar. El Caribe no pudo resplandecer, las noches se intensificaron, y la oscuridad se apropió de la jornada. 

En el ámbito judicial se consumó, quizá, el crimen más abominable contra la Justicia, el Derecho y la Moral en el siglo XX venezolano. Con artificiosa solemnidad se erigió el llamado Jurado de Responsabilidad Civil y Administrativa, tribunal de excepción que no se atuvo a los principios eternos del Derecho, sino a las pasiones enanas y mezquinas del momento. Aquella corte espuria, más parecida a un cadalso que a un tribunal, fungió como monumento de infamia y de odio político hacia sus adversarios. Fue, esencialmente, una corte hecha para castigar a la sabiduría venezolana. 

Desde su púlpito de arbitrariedad se dictaron condenas contra hombres ilustres, ex presidentes de la República como Eleazar López Contreras e Isaías Medina Angarita, juzgados en ausencia para saciar la sed de venganza de quienes, en nombre de la democracia, profanaron sus más altos valores. ¡López y Medina acusados de peculado, qué infamia! 

El régimen fue señalado, con justa razón, de haber incurrido en el más descarado despilfarro de la hacienda pública. El oro de las reservas nacionales —aquella arca del tesoro de la patria— se esfumó, según la denuncia popular, en el carnaval adeco, que el propio Arturo Uslar Pietri describió como un “festín de Balthazar”. Nunca los caudales de la nación fueron derrochados con tanta ligereza, ni las cifras del dispendio alcanzaron proporciones tan fabulosas, hasta ese entonces. Ya sabemos, en la actualidad, que esos excesos, sí se pueden superar. 

Los líderes de Acción Democrática (o Demagógica), que empuñaron el poder con criterio de señor feudal, se vieron acusados de corrupción, de hacer pasar fortunas a sus manos y de usar el erario público como si fuera patrimonio doméstico. Los recursos del Estado corrieron a torrentes, sin que la obra tangible correspondiera, ni en lo mínimo, al volumen de lo invertido.

Las obras públicas se detuvieron, la administración quedó deformada por la injerencia partidista y el servicio civil fue convertido en feudo político. Bajo esa desviación —en la que la democracia degeneró en coacción y sectarismo— el régimen perdió el prestigio que alguna vez pretendió ostentar. Fue entonces cuando, en un irónico retorno del destino, los mismos militares que lo elevaron al poder lo abatieron en 1948, sellando así el ciclo de su propia infamia. El error, en este caso, no llevó a rectificación, sino a un arreglo postizo con éxitos —Nuevo Ideal Nacional— que fueron oscurecidos nuevamente, por los mismos adalines de la demagogia en el 23 de enero de 1958.

Desde una perspectiva de la historia de las religiones y los mitos, los acontecimientos del 18 de octubre encarnaron, en el drama político nacional, el arquetipo de la reducción al continuum precosmogónico, o lo que Mircea Eliade llamaría el “retorno al origen”. Al quebrarse súbitamente el orden institucional, Venezuela quedó suspendida en un estado de caos primordial: sin constitución, sin leyes, sin congreso, sin las autoridades que garantizan la permanencia del espíritu jurídico. Fue, en sentido mítico, un momento de disolución del cosmos civil, de regreso a la materia informe donde todo es posible y nada permanece.

Tal como en los antiguos relatos cosmogónicos, en los que la creación debía ser precedida por el abismo, el 18 de octubre representó para la república un salto al vacío ritual del desorden, una inversión del orden creador del Estado. Lo que siguió —la violencia, el sectarismo, la persecución— no fue sino la confirmación de que habíamos vuelto, como nación, al caos original, al punto cero de nuestra conciencia política. Si Boves y la rebelión de los pardos, zambos, indios y esas montoneras sedientas de sangre y riqueza proclamaban “muerte a los blancos”, las milicias adecas, ciegas de ambición, herederos de la negritud espiritual de 1814, proclamaban “muerte a los decentes”. 

Lo que se había creído superado resurgió con fuerza devastadora, como si la nación, incapaz de sostener el peso de su madurez, hubiese preferido, una vez más, refugiarse en la adolescencia tumultuosa de su historia. Por eso y más, en esta fecha, 18 de octubre, siempre debemos presentarnos en trajes fúnebres, pues, aquella jornada no fue sino una daga en el corazón a la Patria del Libertador.

José Alfredo Paniagua
José Alfredo Paniagua
Ensayista en el boletín digital Idearium Caribe, guionista en el canal de YouTube La Nueva Enciclopedia, articulista en el sitio web Hechos Criollos, director de la revista de literatura y sociedad “Adᵃn” y afanoso poeta.

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