Opinión | América y Bolívar

“Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil”.

—Simón Bolívar, Libertador de América

América irrumpió como una explosión de contradicciones, hallando refugio en una vasta comarca, henchida de antiguas tradiciones y de nuevas formas de vida. Entre la dimensión de lo mágico y el realismo decadente de su tiempo, esta tierra desplegó escenarios diversos y adoptó tendencias que, con el vértigo de las guerras emancipadoras, se diluyeron rápidamente, tomando formas distintas a las originales. ¿Cuál es, entonces, el sentido de estos grupos tan dispares que han forjado una nueva vida?

El gentilicio americano nació de la sangre y de la guerra; la violencia lo concibió, y el sentido de la emancipación le otorgó, por primera vez, el derecho a una vida libre, a la búsqueda de nuevos cauces por donde despilfarrar sus energías constructivas, a reposar —aunque sobre bases turbulentas, propias de su autonomía— los elementos primarios de su unidad y desarrollo. Sin embargo, aquello fracasó. La unidad y el desarrollo han sido, desde 1830, más conceptos arrinconados en los gabinetes de los bienhechores que realidades plasmadas en progresos tangibles y verdaderos.

Nuestros países americanos, liberados por el mismo acero redentor y eterno, aún se debaten en precariedades asociativas; no se vislumbra el lazo que encamine estos fermentos dispersos hacia la síntesis maravillosa de naciones fundadas, verdaderamente conductoras de grandes destinos. Recorrer América es emprender un viaje por una mitología política y social única: en las calles de Caracas, Bogotá, Lima, Quito, La Paz, se alcanzan a ver, tristemente, trozos esparcidos, fragmentos de una grandeza negada por las ambiciones de hombres pequeños, mezquinos adoradores de parcelas de poder, prisioneros de efímeros terrenos de riqueza y tiranía, asqueados de los horizontes vastos que el Gran Padre ideó para nuestras vidas republicanas, siempre ligadas a su espada inmaculada.

Siempre he encontrado llamativa la afinidad entre América y Rusia. Como señala Barnechea, ambos territorios representan versiones excéntricas de Occidente: hijos rebeldes del mundo, sociedades obsesionadas con la resolución de sus propios enigmas históricos, proclives a afirmar sus virtudes y a superar sus vicios, aunque siempre acosadas por dificultades mayores debido a la inevitable intromisión de los agentes de la ley bárbara y al congénito virus del caudillaje, que somete a estas muchedumbres semi letradas y actúa, a su vez, como necesaria contención para evitar el derrumbe de lo poco que aún se halla de digno y honroso en nuestra comunidad bolivariana.

Sería aventurado —como advirtió Bolívar— predecir los destinos inmediatos de estos países, tan presos de sí mismos, ciegos en su euforia separatista, odiadores de sus regiones fronterizas, atiborrados de climas aislacionistas, sin comprender que en la unión de nuestras fuerzas vitales, de nuestras riquezas naturales y de nuestro material humano reside la posibilidad real de forjar un sustento sólido contra los imperialismos de las ideas, contra las conquistas de esas ideologías de circo y pan que tanta fascinación provocan en nuestros hermanos extraviados en miserables delirios de imitación, ansiosos de aparentar culturas ajenas, extranjeras, modismos que atentan contra la grandeza y el mito de nuestro propio gentilicio: ese amasijo excéntrico de hispanidad y latinidad, esa dimensión fecunda de creación dinámica —no por casualidad, aquí germinó el gran movimiento de la vanguardia literaria y el magnífico boom americano—.

Porque, como escribía el loco Róbinson de Caracas, “la América debe ser original”, debe trazar sus caminos sobre aquellos factores de grandeza que condensó, a su modo, la predicción de un ilustre merideño del siglo anterior: “el futuro de América verá nacer una raza uniforme, de espíritu original y proteico”.

Y mientras continuemos en el enredoso proceso de destejer las mejores formas de gobierno, siempre habremos de recurrir a la vieja medicina de la mano dura, a los hombres de acero que, con temple y visión, contengan a los bastardos sedientos de poder y a los analfabetos fuera de la órbita del liderazgo continental. Esta heterogeneidad nuestra, esta raza “suma de tiempos” y “desordenada e impredecible”, desequilibra los procedimientos para ordenar, disciplinar y establecer lineamientos de un carácter colectivo, acordes a las buenas costumbres de las civilizaciones superiores. Y, sin embargo, superior es también nuestra raza mística que, a pesar de sus alteraciones sociológicas, halla pórticos por donde encauzar sus vías morales y espirituales: mediante la educación integradora, mediante un sistema que domeñe nuestros vicios y exalte nuestras virtudes; un motor esencial que ajuste y eleve los niveles de nuestras sociedades americanas.

¿Seremos aún esa gran promesa que el mundo halló cuando los primeros Conquistadores penetraron en las espesas selvas de la Amazonía o cuando atisbaron las arenas diáfanas de las fantásticas playas de nuestras costas? América, rica y voluminosa, ansía ocupar sitios de altura en el gran auditorio de la historia humana; América, única, podríamos decir, en los fastos humanos, está condicionada a ser participante relevante, por las raíces de su crecimiento colonial, por el abrupto proceso de su rebeldía emancipadora, por las complejidades de su búsqueda por madurar completamente en sus objetivos políticos, sociales y culturales. 

Sin humillarnos —sin sucumbir a la apestosa moda pitiyanki ni a la pretensión de imitarlo todo— podemos aspirar a las más elevadas capacidades técnicas y morales de las naciones mejor situadas en la arena internacional. “El nuevo continente que venía a la historia y a la vida universal, en momentos trascendentales, fue, desde entonces, por sus territorios nuevos y fértiles, por el vario clima que determinan su posición geográfica y su estructura geológica, por su posición en el planeta que le permite dominar los demás continentes, por su condición casi insular, por su forma alargada y por sus innumerables ríos, que facilitan sus comunicaciones, la grande esperanza humana”. 

El sendero que se abría tras la espléndida culminación de la campaña en las pampas de Ayacucho —aquella victoria inmortalizada en la magna Constitución Boliviana, la gran proyección política del Libertador— pronto se tornó en sombra. Las revueltas separatistas brotaron con furia, los actos miserables de los septembristas carcomieron la esperanza y, en la selva de Berruecos, la victoria se vio mancillada: Berruecos se pintó con la sangre del porvenir, como si una maldición se hubiera desatado en pleno cántico triunfal contra nuestros hermanos españoles. Aquella mancha roja no fue sino presagio de nuestra propia incapacidad, de la carencia de estructuras orgánicas y genuinas para guiar a nuestros pueblos hacia la libertad verdadera. En el aliento de aquellos fusiles y el lamento de los caídos, quedó grabada la lección amarga: sin orden ni cohesión, hasta las gestas más heroicas se disuelven en la barbarie.

Uslar Pietri denunciaba que, en esta tierra de vastas posibilidades humanas, hemos pecado al permanecer “encerrados en pleitos parroquiales”, extraviando así “alguna bolivariana forma de integración” y condenándonos a destinos de ceniceros: ese humo negro que desciende, como si el mismísimo Dios rechazara nuestras ofrendas, no porque nos falte devoción, sino porque no son lo suficientemente puras ni dignas de su gloria —más nos valdría ser herederos de Abel y no de Caín—, pues los deseos viciados, corrompidos por el egoísmo y la vanidad, siempre son visibles ante los ojos del Altísimo, que no escatima en tiempo ni en rigor para hacernos conocer sus castigos. Y, sin embargo, si América dirigiera sus pasos hacia territorios más nobles y heroicos, si se entregara, sin reservas, a una causa mayor y trascendental, la gracia providencial tal vez disiparía los granos de ceguera que empañan nuestra visión continental, devolviéndonos la claridad para caminar por sendas que nos acerquen, finalmente, a esa grandeza que nos fue prometida.

El gran Bolívar, portador de las llaves del Mundo Nuevo, liberado y dotado de nuevas energías, quiso arrancar de lo imposible el corazón de una gran idea: formar del Nuevo Mundo una sola nación, un cuerpo único latiendo bajo un mismo pulso.

Imaginó un lazo indivisible que abrazara sus orígenes comunes —la misma sangre de los primeros pobladores, la misma lengua que proviene del genio de la Mancha—, que tejiera con hilos de costumbres y de fe el manto sagrado de una tradición compartida. En su revoltosa mentalidad de genio, América estaba destinada a un solo Gobierno, capaz de hermanar estados por confederación voluntaria, como ramas sendas que se unen en el tronco que las nutre con la savia de la grandeza bolivariana.

Pero el Libertador no era hombre de miopía sobre las realidades naturales: la vasta geografía desenrolla climas contradictorios, la historia labra ámbitos distintos, y la voluntad de los pueblos, a veces, se orienta hacia destinos opuestos. Los contrastes de América —montañas que rozan las nubes y pampas casi infinitas, selvas cerradas y costas deslumbrantes— crearon caracteres disímiles, deseos enfrentados, vientos de fragmentos que aún no hallan su melodía común, su unión natural.

Y, no obstante, en medio de esa diversidad, Bolívar vislumbró un puentviaducto glorioso: el istmo de Panamá, estrecho umbral que un día podría erguirse como el Corinto helénico, sostén de un augusto congreso de naciones. Allí se sentarían embajadores de repúblicas, reinos e imperios, no para dirimir mezquinos recelos, sino para elevar el debate sobre la paz y la guerra, sobre la justicia y el porvenir, en diálogo universal con los pueblos de los otros continentes.

¡Qué visionario fue el Libertador, al soñar esa magna asamblea en tierras americanas y aún sorprende su dilatada percepción de los hechos a las luces de las actualidades de dos siglos después! Su voz, firme y lúcida, nos llama hoy, desde el eco de los cañones y el susurro de las montañas que presenciaron su indómita voluntad, a retomar aquella empresa inconclusa: forjar, en la diversidad, una sola patria de destinos compartidos; convocar, sobre el tapiz de nuestras diferencias, la armonía de un solo proyecto civilizatorio, una confederación bolivariana, una nueva arquitectura de pan-civilización del ahora.

Así, en el crepúsculo de nuestras incógnitas, recobra sentido la proyección bolivariana: no como utopía irrealizable, sino como legado heroico, vela encendida para alumbrar el camino de la americanidad. Que el vapor depurador de aquella esperanza disipe por fin los nubarrones de la discordia, signo de los enanos y mezquinos, y nos impulse, unidos y fortalecidos, a conquistar la escenografía del medio humano.

José Alfredo Paniagua
José Alfredo Paniagua
Ensayista en el boletín digital Idearium Caribe, guionista en el canal de YouTube La Nueva Enciclopedia, articulista en el sitio web Hechos Criollos, director de la revista de literatura y sociedad “Adᵃn” y afanoso poeta.

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