Opinión | Patria

La Patria es mucho más que un orden geográfico: es el ámbito sagrado donde se entreteje la convivencia física con el envolvimiento espiritual, moral y ético de sus ciudadanos. Es el lugar donde los hijos de esa tierra labrada por siglos, formados bajo un mismo paraguas de valores, costumbres y creencias, hunden sus raíces en una tradición compartida de gloria, honor y dignidad. Esa herencia heroica —que comienza en la resistencia indígena, atraviesa el proceso de formación hispánica y se vigoriza con el impulso emancipador de los criollos a inicios del siglo XIX— configura nuestra identidad profunda, aquello que, más allá del azar del nacimiento, nos convierte conscientemente en el rango histórico de calidad irrenunciable de venezolanos.

Sobre el patriotismo se han cimentado incontables malentendidos, difamaciones sostenidas por prejuicios ideológicos que han hecho de él, para muchos, una palabra sospechosa, cuando no directamente “peligrosa”. En nombre del temor al veneno nacionalista —ese que, mal administrado, ha sido instrumento de exclusión o violencia en algunos rincones del mundo— se ha olvidado que también existe un patriotismo sano, noble, profundamente humano, que es sustancia vivificadora y manantial de maja pertenencia. No es un delirio chauvinista ni un ímpetu ciego; se trata de una virtud arraigada en la conciencia histórica de los pueblos que buscan su máxima expresión humana, su dimensión realizadora. El sentimiento de la Patria brota de la Tradición, esa herencia sedimentada de generaciones que han participado en un longevo proceso humano de transformaciones súbitas, bajo un mismo cielo, y que han tejido, con sus lumbreras y tinieblas, una continuidad espiritual indisoluble, aunque no exenta de fisuras profundas.

La Patria, en este sentido, no es un mito petrificado ni una mera anomalía territorial, tratamos aquí de una vocación compartida: en donde las vías del sentido nacional adquiere relieves de labor y entrega, simultáneamente, en un perfecto orden de vida echada hacia la consagración mayor del gentilicio. El patriotismo que merece nuestro tiempo no es el rechazo iracundo y desgarrador del pasado, ni la negación histérica de nuestras raíces, sino la aceptación consciente de una herencia vastísima y compleja, llenas de caudales de virtudes, elementos potenciadores que empujan lo mejor de los ciudadanos para la nación. Es la voluntad de unir lo disperso, de reconciliar lo fragmentado, de hacer una conciencia integradora que recoja lo mejor de nuestras gestas, lo más profundo de nuestras penas, y lo transforme en destino común. No como nostalgia estéril: como proyecto de renovación moral y cultural, anclado en la dignidad de sabernos parte de algo más grande que nosotros mismos. 

Mosaico singular presenta la patria venezolana, forjada en los prolongados procesos de civilización hispánica, donde convergen los rasgos permanentes de la tradición aborigen —dispersa pero viva aún en las venas profundas de nuestra historia— con la fuerza corporal y espiritual del africano traído a nuestras tierras para multiplicar la eficacia productiva de las épocas coloniales. Esta conjunción de sangres y culturas, que encontró su punto de quiebre en la gesta emancipadora del criollo, alteró las tramas costumbristas heredadas y nos lanzó de lleno a los vastos caminos de la libertad. Caminos grandiosos, aunque sembrados de incertidumbres y desvaríos, naturales en toda empresa heroica.

La emancipación, aunque hija de ideales universales, fue también obra de brazos e inteligencias americanas: conquistada por los aceros de nuestros próceres, pero también consolidada por las plumas y razones de nuestros civiles ilustres. Magnífica herencia la de la patria venezolana, que no sólo inscribió en el altar de la Historia el nombre solar de Bolívar, sino que nos legó la sapiencia de Roscio, la elocuencia de Vargas, la erudición de Bello, el temple sereno de Soublette, y tantos otros que, desde los cuarteles o las aulas, desde los cabildos o las tribunas, edificaron los fundamentos de nuestra venezolanidad. En aquellos espléndidos hombres se expresa, con ejemplar balance, la claridad armónica entre la espada y la idea, entre el combate por la independencia y la formación de la república. Un combate que, incluso en las lejanías del siglo XIX, aún resuenan en sus herederos, en los continuadores de la arquitectura republicana de Venezuela.

Patria es, ante todo, unidad; y la unidad venezolana se revela, con profunda elocuencia, en la reproducción viva de las voluntades de nuestros hombres del pasado. Los Andes altivos, el Llano infinito, la costa luminosa, la selva amazónica y el Oriente cargado de historia forman, en su conjunto, el cuerpo palpitante de la nación. En ese vasto organismo natural y espiritual late la resonancia activa de una conciencia histórica que, aún desde los rincones polvorientos de nuestra memoria —sacudida por los tiempos tumultuosos del presente—, continúa irradiando su luz serena y constante. En esa irradiación de ideales reencontramos lo mejor de nosotros: conceptos elevados de moral, una rectitud ética incorruptible y una vocación nacional que no declina.

Encarnamos, pues, esos principios alumbrados que, lejos de ser reliquias del pasado, constituyen el nervio mismo de nuestra supervivencia y nuestra aspiración futura. Así presentamos ante el mundo el inoxidable estado del alma venezolana, férrea en su voluntad, fiel a su destino, siempre dispuesta —incluso en medio de la oscuridad— a engendrar nuevas formas de vida frente a toda opresión que pretenda sofocar su espíritu heroico.

José Alfredo Paniagua
José Alfredo Paniagua
Ensayista en el boletín digital Idearium Caribe, guionista en el canal de YouTube La Nueva Enciclopedia, articulista en el sitio web Hechos Criollos, director de la revista de literatura y sociedad “Adᵃn” y afanoso poeta.

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