Zaraza y Boves: Una amistad rota

La Historia siempre nos sorprende con episodios inesperados, donde se revelan nuevas facetas de aquellos protagonistas que animaron las etapas más intensas del pasado. Tal es el caso de las Guerras de Independencia de Venezuela, una gesta prolongada durante catorce años que desgastó hasta los cimientos de unos territorios ávidos por unirse y al fin llamarse Patria.

Al escudriñar novelas y pasajes de nuestras sangrientas cruzadas por la emancipación, resuena siempre el temible nombre de José Tomás Boves, el célebre caudillo asturiano que, con su ferocidad desbordada, embrujó a las masas de zambos, pardos e indios, arrastrándolos en sus andanzas marcadas por una insaciable sed de poder y sangre. Su figura, envuelta en un vórtice de venganza, aún estremece por el terror que sembró en las vidas de los patriotas —y también de los propios realistas—. 

Aunque Boves fue, sin duda, el caudillo más temido y prestigioso de su tiempo, no era el único capaz de movilizar multitudes ni de ejercer una influencia decisiva sobre los hombres de armas. Existían otros líderes de temple semejante, y uno de ellos fue el llamado Taita Cordillera, aquel que dominaba los Llanos orientales y cuya presencia impidió que Boves extendiera también su dominio sobre esa vasta región. Su nombre, para muchos, conserva un aura de singularidad —y más aún cuando se le menciona junto al del asturiano—. Me refiero a Pedro Zaraza.

Según lo relatado por Francisco Herrera Luque en su biografía novelada Boves, el urogallo, estos dos personajes de nuestra historia nacional compartían un antecedente profundamente humano: el de la amistad. Así como Boves sostuvo una amistad con Jacinto Lara, ilustre prócer de nuestra historia, también cultivó una relación cercana con quien los indios llamaban Taita Cordillera. Entre ambos existía un lazo de respeto forjado en las asperezas de la guerra y la rudeza de los caminos.

Desde Barcelona hasta el Orinoco, entre las huestes indígenas, la palabra del Taita era ley. Su prestigio se imponía como lo hacen los verdaderos caudillos: a través de la fuerza y la confianza que despierta una presencia titánica, casi mítica, capaz de convocar obediencia sin titubeos.

Se cuenta que Boves llegó a Peñuelas —la casa de Zaraza— situada en medio de una vasta plantación en las afueras de Barcelona, un recinto que parecía tranquilo y deshabitado. Acompañado por un pequeño contingente de soldados, envió a uno de ellos al umbral con un mensaje singular: anunciaba su llegada no como invasor, sino como compadre, José Tomás.

El gesto causó impresión entre los presentes. Todos conocían los métodos implacables del asturiano al irrumpir en territorio ajeno, lo que hacía aún más evidente el respeto que profesaba por Zaraza. Aquella entrada sobria, casi cordial, contrastaba con la violencia que solía preceder su nombre.

—¡Bienvenido, José Tomás! —exclama un hombre delgado, montado a caballo, con una serenidad y un temple que explican el apodo con que es conocido: el Taita Cordillera.

No es un saludo cualquiera. A Boves lo recibe no solo un aliado, sino un viejo amigo. Zaraza lo ha designado como padrino del menor de sus hijos, en reconocimiento a una amistad que ya suma casi una década. Más aún: el asturiano figura como el principal acreedor de la hipoteca de la hacienda, señal clara de que su vínculo trasciende lo afectivo y alcanza también lo económico. Familia, guerra y finanzas: todo parece entrelazarse en esa relación que desafía las fronteras convencionales del poder y la lealtad.

Con el característico estilo parlanchín de los orientales, Zaraza conversa animadamente con Boves. Habla de todo: de la economía, del estado de los llanos, de la familia y del clima cambiante de la región. Pero evita, con visible intención, tocar el tema fundamental del momento: la guerra.

Boves lo percibe. Para él, la guerra no es un asunto más, es su única obsesión, el motor febril que lo mantiene en pie. Pronto advierte que su compadre no comparte su visión, que hay entre ambos una diferencia de espíritu y propósito. Sin embargo, Zaraza insiste en la cordialidad. Sabe que le debe dinero, y más aún, que una vez le salvó la vida cuando el río lo arrastraba. Aquella deuda vital lo llevó a nombrarlo padrino de su hijo. Por eso, entre anécdotas y silencios incómodos, le reitera una y otra vez su agradecimiento.

Intrigado, Boves pregunta a Zaraza cuántos soldados tiene a su disposición. El Taita Cordillera, sin rodeos, le responde que unos ochenta hombres. Entonces, el asturiano le ordena reunirlos para incorporarlos a su temida Legión Infernal. Zaraza asiente, monta su caballo y parte hacia la montaña con paso firme, como si cumpliera la voluntad de su compadre.

Desde lejos, las legiones de Boves lo observan ascender entre los caminos agrestes. Boves, confiado en la lealtad de su viejo amigo, se retira a descansar con la certeza de que al amanecer los hombres estarán listos para marchar.

Pero al alba, lo despierta una noticia desconcertante: uno de los suyos le informa que Zaraza y sus ochenta hombres han desaparecido. Todo indica que han partido rumbo a Maturín, tal vez para unirse a las filas patriotas.

Así, Boves ve cómo otro amigo le da la espalda en plena guerra. No solo Jacinto Lara; ahora también Pedro Zaraza. Su sed de venganza, insaciable y brutal, comenzaba a erosionar los lazos más íntimos, alejándolo incluso de quienes un día lo llamaron compadre.

Tiempo después, Boves encuentra la ocasión de vengarse. Al enterarse del paradero de Zaraza, ordena a los suyos que arrasen con todo cuanto encuentren y que den muerte, sin clemencia, al antiguo compadre, quien se hallaba por entonces alzando hombres en su contra: el Taita Cordillera se había vuelto enemigo del Taita Infernal.

Pero Zaraza no estaba allí. En su lugar, se encontraban su esposa y sus hijos. Fue entonces cuando se desató el horror: indios y mulatos al servicio de Boves, obedeciendo con furia ciega, los asesinaron a machetazos en una escena de espanto. La sangre manchó los últimos residuos de una camaradería que ya se marchitaba. La noticia llegó pronto a oídos de Zaraza. El odio comenzó a consumirle el alma. Ya no se trataba de diferencias políticas, ni de traiciones entre compadres: ahora era una guerra íntima, una herida abierta que jamás sanaría.

Urica sería el sello trágico de aquel drama. En el campo ardiente de la llanura, Boves —burlón, como todos los de la raza de Caín— lanza provocaciones directas a Zaraza, quien ahora comanda un batallón especial con un solo propósito: darle muerte.

Las lanzas se alzan en ambos bandos, atravesando el aire como rayos sagrados de una cólera antigua. El combate se vuelve un espectáculo dantesco, y el cielo parece adornarse con aquellas armas voladoras como si fuesen demonios escapados del averno griego, danzando entre el fuego, el polvo y el fragor de la venganza.

«Hoy, o se acaba la bobera, o se rompe la zaraza». Así habría dicho Pedro Zaraza mientras afilaba su lanza, en uno de los mitos más célebres de nuestra historia. Más allá de su veracidad documental, la fuerza simbólica de la frase encierra una verdad profunda: los límites de la amistad humana ante las circunstancias extremas de la guerra.

Ambos compadres —uno que traiciona, el otro que responde con la muerte de su familia— quedan atrapados en un ciclo de violencia que parece guiado por un destino trágico. Como si completaran el Uróboros del caos en este drama histórico, es finalmente Zaraza quien pone fin a la carrera sangrienta del Taita Infernal. Su lanza, arrojada con furia y dolor, no solo acaba con Boves, sino con las hordas que arrastraba, y empuja a las masas negras hacia una nueva comandancia: la de José Antonio Páez.

Algunas versiones niegan estos hechos. Sin embargo, en el mosaico de nuestra mitología bélica, este episodio revela la crudeza de una lucha en la que los hombres, aturdidos por los ideales, la sangre y el poder, olvidan todo lo que los une y se entregan al vicio de la destrucción total.

Eso fue la guerra: liberación y ruina; espanto y esperanza; un torbellino de contradicciones que, con dolor y sangre, dieron forma a lo que hoy llamamos Patria.

José Alfredo Paniagua
José Alfredo Paniagua
Ensayista en el boletín digital Idearium Caribe, guionista en el canal de YouTube La Nueva Enciclopedia, articulista en el sitio web Hechos Criollos, director de la revista de literatura y sociedad “Adᵃn” y afanoso poeta.

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