En el natalicio de Uslar Pietri – 16 de mayo de 2025.
A los pies del Ávila —esa montaña ancestral que ha visto pasar generaciones de hombres y cataclismos de historia— nació en 1906 una inteligencia serena y fulgurante: Arturo Uslar Pietri. En él se unieron la agudeza de la razón, la amplitud del conocimiento y una rara fidelidad a Venezuela que no se consumía en eslóganes, sino que se edificaba en cada línea escrita, en cada idea defendida, en cada gesto cívico. Hombre de letras, sí, pero también de Estado; hechicero del realismo mágico y técnico de lo posible venezolano.
Uslar fue, por sobre todo, un escritor del alma venezolana. Su pasión no fue la esperanza ni la desesperanza, como solía decir él mismo, sino la convicción: convicción de que Venezuela podía entenderse, narrarse, cultivarse; de que había un hilo profundo, una médula espiritual que recorría su historia y su mestizaje. Esa convicción lo elevó a una categoría que trasciende la crónica: lo convirtió en conciencia viviente y dirigente de voluntades.
No sólo fue venezolano: fue americanista, intérprete de ese Nuevo Mundo, el Occidente excéntrico, tierra desmesurada, donde el mestizaje no es una anécdota, pero sí clave civilizatoria. Desde la ficción hasta el ensayo, desde la tribuna parlamentaria hasta la pantalla de televisión, Uslar intentó siempre dotar al continente de una voz alta, culta y clara.
Pero si hubo un eje en torno al cual giró su vida pública y privada, fue la educación. Creía, como don Simón Rodríguez, en la urgencia de enseñar a vivir; como Cecilio Acosta, en formar ciudadanos conscientes; como Andrés Bello, en elevar el idioma, la ley y el pensamiento. Educar para Venezuela: esa fue su cruzada. Porque sabía que sin educación, la democracia es circo y pan, la economía es azar y caos y la cultura se desvanece y se convierte en disolvencia moral.
Vivió intensamente la historia que otros apenas leyeron en viejos libros. Fue testigo del tiempo recio de Gómez, cercano al Benemérito e íntimo de sus hijos; oyó de cerca el clamor de la Generación de 1928 embrujada de exóticos deseos ideológicos y la caída natural del gendarme; se adentró en la vida política con López Contreras y Medina Angarita, desde donde observó —y protagonizó— el complejo tablero de la Venezuela moderna. Estuvo allí en los días oscuros del 18 de octubre de 1945, cuando la revolución oprobiosa disfrazada de democracia inauguró una era de rencores, persecuciones y desmanes.
Regresó del exilio con la esperanza aún intacta de trazar los caminos perdidos de 1945, pero se encontró con el Nuevo Ideal Nacional de Pérez Jiménez, al cual nunca le tributó elogios o cayó en las lisonjas vanas, fue su opositor y estuvo preso en los últimos instantes de su régimen. Se midió en elecciones con nobles intenciones, creyendo —acaso ingenuamente— en una democracia regida por la excelencia y la responsabilidad efectivas. Pero la historia venezolana no fue amable. El país se encaminaba hacia un deterioro que él supo ver con claridad, y contra el cual alzó su voz crítica, sin mezquindades ni concesiones.
Aun cuando fue injustamente señalado por los otros de colaborar en el ascenso de la última bestia roja, su figura permanece inalterada por el juicio del tiempo. Porque Uslar no fue hombre de ambiciones personales, sino de vocaciones mayores. Su vida es un legado abierto: no nos deja fórmulas, sino exigencias; no ofrece refugios, sino caminos.
Hoy, cuando la palabra patria se repite con desgano o sospecha, su figura nos invita a recobrarla con decoro y probidad. Nos convoca a pensar —y actuar— a Venezuela con hondura, a imaginarla con valor, a servirla con inteligencia. Fue eso lo que hizo Uslar: servir, no desde la sumisión, sí, en cambio, desde el pensamiento activo, desde el amor severo, desde la responsabilidad cívica.
Gracias, Arturo. Por enseñarnos que la cultura también es forma de combate; que la escritura puede ser un acto de gobierno; que amar a Venezuela es también exigirle más. Gracias por recordarnos, aún en tu silencio sepulcral, que la grandeza no está en el ruido, sino en la dignidad del verbo bien dicho y del gesto justo de lo real venezolano. Gracias.