Este pasado 1ero. de septiembre se cumplió un aniversario más del inicio del más terrible conflicto que ha sufrido la humanidad: la Segunda Guerra Mundial.
La mayoría de la gente piensa que en Venezuela éramos totalmente ajenos a la segunda guerra mundial, pero no es así. Por supuesto que yo ni pensaba en nacer cuando esa terrible conflagración, es más, mis padres ni siquiera se conocían para esa época; eran muy jóvenes, pero tengo la fortuna de contar con recuerdos muy personales, relatados por mis padres, tíos y abuelos de pequeñas vivencias suyas relacionadas con la guerra.
Cuando estalla la guerra mi abuelo Luis Eudoro Medina era “gobernador del distrito” Puerto Cabello. En aquellos tiempos la división política de los estados era en distritos y no municipios y el jefe civil o gobernador del distrito era la primera autoridad. Tenía muchas facultades semejantes a los alcaldes de hoy en día, entre ellas era autoridad en materia de seguridad y el jefe de la policía municipal, pero dependía de la presidencia del estado.
Apenas al iniciar la guerra los barcos de las naciones enemigas de los aliados (Italia y Alemania) que navegaban por el Caribe se refugiaron en los puertos de las naciones neutrales como Venezuela, para evitar que los buques de guerra ingleses, franceses u holandeses los capturaran. Hay que recordar que en esos tiempos Inglaterra, Francia y Holanda tenían muchas colonias por todo el mar Caribe y por lo tanto tenían bases militares con naves de guerra en esas islas, por ejemplo en Trinidad, Aruba o la Martinica.
En Puerto Cabello se habían refugiado tres barcos italianos (Tersa Odero, «Jole Fassio»»Trottiera») y uno alemán el “Sesostris”. Eran barcos mercantes, no de guerra, se dedicaban al transporte de mercancías, combustible y personas entre Sur América y Europa. Las tripulaciones de esos barcos hacían vida en el puerto, ya que les sobraba el tiempo y era poco el trabajo que tenían que hacer en sus buques detenidos. También me contaban mi papá y mi abuelo que de vez en cuando ofrecían alguna modesta fiesta por fiestas nacionales o algo así, a las que los invitaban como representantes del gobierno. Mi papá, a cuenta de hijo del jefe civil, aprovechaba cada oportunidad que tenía para subir a los barcos extranjeros y ensayar su elemental inglés con cuanto musiú conocía encontraba. Había muy buenas relaciones entre la gente del Puerto y las tripulaciones.
Pero, el 31 de marzo de 1941 (en pleno carnaval), los capitanes de los cuatro barcos reciben ordenes de Roma y Berlin: Existe la información de que los barcos van a ser requisados y entregados a los aliados y por lo tanto hay que evitar a toda costa que esas naves caigan en manos del enemigo y deben destruirlos inmediatamente.
Sin pérdida de tiempo alemanes e italianos procedieron a incendiar sus buques. El hecho de ver cuatro barcos envueltos en llamas causó la natural alarma en la población.
Seguidamente pasó algo que pocos conocen y no se ha publicado en ningún libro o artículo: Mientras civiles y militares se movilizaban por el incendio mi abuelo Luis Eudoro en la sede de la Jefatura Civil dirigía las acciones de su personal y coordinaba con otras autoridades de la población.
De repente escucha desde su despacho un sonido que llega desde afuera: es como una marcha o desfile. El inconfundible sonido del cuero de los zapatos golpeando el piso; son los pasos firmes de una agrupación que avanza marcialmente.
Cuando Luis Eudoro sale a ver qué pasa, se encuentra con toda la tripulación del Sesostris, el buque alemán, en correcta formación militar alineados a las puertas de la gobernación.
Frente a ellos, el capitán. En su enredado saluda militarmente dice y en tosco castellano le dice:
-Herr gobernadorrr vengo a entregarme con toda mi tripulación. Acabo de hundir mi barco¡ No podía dejarrr que cayerra en manos del enemigo¡
Inmediatamente se detuvo a los alemanes, mas no se veían a los italianos de los otros tres barcos por ninguna parte¡
Los buques italianos estaban siendo consumidos por el fuego, pero no se veía ninguno de sus tripulantes por todo aquello. Se ordenó a la policía buscarlos por las playas o los muelles y nada ¡Se habían escondido¡
Poco a poco, en los días siguientes fueron apareciendo los italianos. Ocultos en los montes, o refugiados en las casas de las “chicas malas” que abundan tanto en los puertos, poco a poco fueron apareciendo, hasta que después de muchos días fueron capturados todos.
Se abrió un juicio sólo a los capitanes por el delito cometido, pero por razones de seguridad en tiempos de guerra todos los tripulantes de los cuatro barcos fueron recluidos bajo vigilancia. Algunos enviados a San Esteban, Chirgua y Valencia.
Era poco lo que yo conocía sobre esta confinación, apenas Mujica Sevilla en un Informate (Nro. 199 Octubre de 1989), menciona algo. Pero en estos días conversando con mi tía-segunda Reyna Ravelo de Camero, que hoy tiene 90 primaveras y en tiempos de la guerra era casi una quinceañera me contó una anécdota familiar relacionada con esos marineros, que yo desconocía:
Mi madre y sus cinco hermanos, pequeños huérfanos, habían sido traídos a Valencia por las dos hermanas de mi abuela fallecida, Berta y María Ravelo. Estas dos mujeres tomaban muy en serio el mandato de amor al prójimo que su religión católica mandaba: No sólo se encargaron de criar a sus seis sobrinos, sino que otro niño huérfano también había sido adoptado y no perdían oportunidad para compartir lo poco que tenían con cualquiera que necesitara de la caridad. Frecuentemente organizaban desayunos para docenas de niños de escasos recursos y para los niños del Colegio Don Bosco, al cual estaban muy vinculadas.
En esos días se confinaron en Valencia, en una casa de dos plantas de la Calle Soublette, donde en los años setenta funcionó “El Carabobeño”, muy cerca de la Casa de la Estrella, a muchos de los marineros traídos detenidos desde Puerto Cabello. No era una prisión terriblemente estricta. Los detenidos se la pasaban todo el día asomados a las ventanas y algunas personas los visitaban llevándoles algún regalito para hacerles más llevadera su estadía.
Al conocer de la triste suerte de aquellos hombres, recluidos sin haber cometido delito alguno, la tía Berta decidió llevarles un poquito de su amor y caridad cristiana con lo que mejor sabía hacer: cocinar. Así fue que tuvo la idea de enviarles frecuentemente unas enormes bandejas de dulce de arroz con leche. Y la encargada de llevar el suculento postre era la recordada Lucía Villegas, la “criada” de la casa, una buena mujer que vivía en la casa como un miembro más de la familia. A Lucía la acompañaban dos jovencitas: mis tías Celina Canelón Ravelo y Reyna Ravelo. Reyna, poco más que una niña cumplía con curiosidad su misión, preguntándose por qué aquellos infelices no podían salir de esa casa de alto con un policía en la puerta. Hoy le agradezco a Reyna este poquito de historia. Anécdotas que hay que escribir para que no se olviden.