Opinión | La Nación de las cigarras

Hubo una vez una república. O al menos eso decíamos mientras nos tomábamos el whisky importado en vasos plásticos, con olor a gasolina subsidiada y el fondo musical de Chelique Sarabia. Hubo una vez algo que imitaba vagamente a la democracia, con boletas, partidos y presidentes que juraban sobre la Constitución mientras se la limpiaban con disimulo en el baño de atrás de Miraflores.

Esta es la triste historia de la Nación de las cigarras, una deprimente alegoría de la cigarra a la que el invierno vino a matar mientras estaba cantando, en medio del camino de la hormiga, laboriosa y humilde. Heredamos la Nación de las cigarras porque parece que no había otra forma de hacer Nación, nos escondimos tras los billetes y la junta de condominio donde se vota pero no se elige. Un juego donde el alma venezolana entendió que tenía precio, desde la lata de zinc y el tanque de agua hasta la mejor chequera que pasara por Maiquetía.

Desde el momento en que nos convertimos en el nuevo rico del barrio, nos pasó lo mismo que le pasa al pobretón que se saca la lotería: “Cualquier orden es demasiado sacrificado para alguien con plata”, quizás hace falta mirar más la historia para ver como las dictablandas que conocemos se ven ridiculamente chiquitas si las miramos con los ojos de nuestro vecindario.

Durante medio siglo, creamos un circo con petróleo y llamamos a eso progreso. Inventamos una clase media a punta de casas rurales, crédito blando y pasajes a Miami. Nos endeudamos con el mundo para ver telenovelas en colores, enviar a Miss Universo y pagarle cruceros a sindicalistas analfabetos. Mientras tanto, el país real se pudría entre cañerías rotas, escuelas sin libros y gobernantes que hablaban de justicia social con cuentas en Suiza, donde el voto como moneda de cambio creó los grandes cerros miseria para nacionales y extranjeros.

Nos burlamos de los políticos honestos. A los que advirtieron, los tildamos de exagerados, aguafiestas, envidiosos, y en el peor y más numeroso de los casos “conspiradores contra la democracia”. A los que alertaron, les hicimos memes antes de que existieran los memes. Los que decían que esto iba directo al despeñadero eran “profetas del desastre”, porque aquí todo era sabrosura, pana, estamos bien, tenemos petróleo, chico. ¡Qué puede salir mal!

Criamos una ciudadanía de antena parabólica, no de libros. Educamos para la viveza, no para la virtud. Y después, sorprendidos, preguntamos por qué nació el monstruo.

Desde 1945, desde 1958, lo que hicimos fue ponerle brillantina al atraso. Nos inventamos que éramos modernos porque comprábamos franelas Lacoste en Dorian’s. Nos creímos desarrollados porque abrimos el CCCT endeudados hasta las metras, por tener un “Ta barato dame dos” que no estaba fundamentado en el débito, sino en el crédito. La Nación de las Cigarras seguía cantando.

Esta no es una historia de traición, es una historia de estupidez crónica. La gran epopeya del idiota convencido de que es vivo. Mientras la hormiga hacía su nido, la cigarra venezolana le cantaba encima, se regodeaba en sus decretos de realazos, pero luego cuando llegó el invierno se fue a llorar, pero eso sí, a seguir pidiendo.

Y entonces, entre lentejuelas, gasolina barata, discursos encendidos y banderitas tricolor, parimos. Lo que ocurrió a finales del siglo XX no fue un accidente de la historia. Fue el parto sangriento de una cultura enferma. Una cesárea sin anestesia practicada por las manos torpes de una ciudadanía ignorante, infantilizada y enamorada de su miseria, aupada por la televisión frívola y tonta que hacía de Ministerio de Educación de la República de Venezuela.

Esa fue la democracia venezolana —esa tragicomedia criolla— que no cayó: se suicidó. Se tiró desde lo alto del palacio presidencial con una banda tricolor puesta y el himno del partido sonando de fondo. No hubo más golpes que los necesarios y fracasados, no hubo necesidad de más intentos de invasión que los ya fracasados, no se puede llorar de conspiraciones foráneas. Nuestra desgracia fue un acto interno, íntimo. Un harakiri institucional transmitido en cadena nacional.

Ottolina lo gritó, Rangel lo escribió, y otros tantos lo vieron venir como quien ve un tren sin frenos y prefiere seguir vendiendo chucherías en el andén. La cultura política del país no fue inoculada por agentes externos: fue cultivada en casa, como las matas de mango en el patio. Desde Acción Democrática hasta Copei, desde la Causa R  hasta el MAS, desde Miraflores hasta el club de golf, desde La Guajira hasta Puerto Ayacucho. La fiesta era eterna, el petróleo infinito, y la conciencia ciudadana… prescindible.

Los poderosos exprimieron la gallina, claro, pero no la mataron. Nada fue tan dañino como el sistema mismo, porque no solo fue perverso, fue perfecto. Perfecto para criar vagos engreídos, distraídos, malcriados por la renta, adictos al “me lo merezco” sin haber hecho nada. Distraídos entre el Miss Venezuela, el melodrama de turno y Bienvenidos.

¿Y qué esperaban que pariera una nación así? ¿Un estadista? No, pues no se puede construir sobre lo que no hay. Venezuela parió, entre lentejuelas y billetes, su propia tragedia. Lo que emergió al final del siglo XX y estalló con furia en el XXI no fue un accidente: fue el parto sangriento de una sociedad que eligió cantar como la cigarra, hasta que llegó el invierno, coronados por aplausos de quienes después fingieron sorpresa.

Hoy, ni circo ni pan. La Nación de las cigarras, vieja, medio muerta y ronca, ya no canta. El invierno llegó, su actitud ante la vida es pusilánime, y ya no hay hormiga que soporte prestar abrigo.

Francisco Pérez Alviárez
Francisco Pérez Alviárez
Periodista de investigación, maestrando en historia, director de Venezuela Inmortal, escritor en The Freedom Post, productor y promotor cultural.

1 COMMENT

  1. Un artículo espectacular, no había leído algo tan cercano a la realidad, lo de — Educamos para la viveza, no para la virtud.—- es demoledora ! gracias

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