Venezuela ha sido sacudida con ferocidad durante todo el desenvolvimiento del actual siglo. Las estructuras institucionales se han resquebrajado, el prestigio internacional se ha desvanecido, los valores nacionales se han diluido, y el contenido ciudadano parece haberse vaciado de todo espíritu. El delito campea sin freno; la criminalidad, la marginalidad y la desidia conforman el paisaje habitual de una nación evidentemente extraviada. El agotamiento anímico de un pueblo vencido, la resignación prematura de sus juventudes ante un porvenir arrebatado, y la normalización del desastre han forjado una atmósfera pútrida, una verdadera pocilga moral donde los antivalores no solo se multiplican, sino que rigen la cotidianidad de los venezolanos, dentro y fuera del territorio nacional. En este clima de deformación profunda, la decadencia no es ya una amenaza: es el estado natural del país, el síntoma más revelador de su debilitamiento estructural y espiritual.
Fuera de los contornos de nuestra patria, allí donde los países hermanos —o simplemente ajenos— reciben las oleadas de compatriotas errantes, la imagen del venezolano se ha vuelto, francamente, ambigua. Para algunos, somos símbolo de trabajo infatigable y resiliencia; para otros, menos justos, representamos una amenaza, culpables de los males que ciertas células criminales —desprovistas de alma y patria— han sembrado en tierras extranjeras, mancillando con sus actos la dignidad de nuestro gentilicio. La ligereza con la que se ha esbozado una supuesta esencia maligna y peligrosa del venezolano ha terminado por incrustarse en el imaginario colectivo de esos pueblos, alimentando prejuicios tan errados como ofensivos. Se olvida, así, que este mismo pueblo ha tributado con generosidad a la causa americana y al acervo universal, desde las hogueras libertadoras del siglo XIX hasta los grandes hitos de la humanidad, como su participación, silente pero firme, en programas históricos como el Apolo 11. Nuestra memoria heroica ha sido cubierta por una niebla de incomprensión y, a veces, de petulante necedad.
Ese heroísmo que nos fue propio —esa llama libertadora que alguna vez ardió en el pecho de nuestros antecesores— parece haberse extinguido en el alma de muchos connacionales. Se ha disuelto entre las brumas espesas de la mediocridad, el conformismo y la prostitución ideológica. Nacer en Venezuela en los albores del siglo XXI se ha tornado, irreparablemente, en una desventura para las nuevas generaciones, ajenas a la gloria congénita que nos dio origen y a la vasta tradición heroica de la que somos herederos. Son, en su mayoría, testigos apáticos del hundimiento paulatino —y cada vez más desastroso— de una nación que alguna vez fue coronada con laureles, y que hoy yace hecha cenizas, depositada entre los brazos abiertos de una tierra que se desangra. Tierra que, no lo olvidemos, ocupó un lugar preeminente en el universo de las luchas por la libertad y la justicia, y que ahora clama en soledad por una restauración que no llega.
Aun en medio de las amenazas que la disgregación barbárica hace pesar sobre nosotros, un grupo de hombres solemnes se ha alzado contra las visiones derrotistas que pretenden negar la naturaleza admirable y firme de nuestra nacionalidad, forjada en los albores ardientes del Caribe y la Península Ibérica. Son estos hombres —a quienes hoy llamo compañeros, amigos, hermanos de Patria— los continuadores de una empresa vasta y desafiante, que en estos días se libra en el noble teatro de las ideas. Ese campo, tantas veces subestimado, constituye en verdad el primer peldaño para la elevación moral, el renacer del espíritu y la restauración del autoestima histórico de este pueblo grande, nacido de grandes hombres.
Impulsados por el mismo fervor que nos embriaga cuando atravesamos las páginas doradas de nuestra historia nacional, han comenzado a erigirse nuevos proyectos, portales y casas de estudio, dedicadas a la investigación, enseñanza y divulgación de lo que me permito llamar —con toda la carga álgida y prometeica que encierra el término— el depósito afirmativo de la venezolanidad. En ese legado vivo, ardiente, inconforme, se inscribe nuestra patria. Porque eso, y no otra cosa, es la venezolanidad de este tiempo: gritos de rebeldía, clamores heroicos, como los de Páez en pleno combate o los del audaz Ledesma, que galopó hacia la muerte en defensa del suelo patrio; es también el rugido de Ismael Urdaneta, legionario en tierras europeas, cuando el mundo entero se estremecía por la guerra; es el viaje sin descanso de Miranda, el temple hercúleo de Nogales, la altura moral y política de Bolívar, Sucre, Bello, Rodríguez, Vargas; es la luz lirical de Baralt, el horizonte prosista de Ramos Sucre, el lenguaje hábil de Mariano Picón-Salas, Mario Briceño-Iragorry y Rufino Blanco Fombona.
Todos ellos, y nosotros con ellos, formamos parte de ese vasto campo de glorias cuyos frutos hoy yacen marchitos. Pero, en medio de las ruinas, arde en nosotros el fuego de la restauración, de la unión patriótica, del renacer espiritual de una nación que no se resigna a morir de rodillas. Y son precisamente estas emociones intensas, este sentimiento profundo de pertenencia, los que han encendido la llama de una nueva venezolanidad: más lúcida, más combativa, más recia —como los llaneros—, dispuesta a domar las hordas de Boves y convertirlas, una vez más, en guerreros de las Queseras del Medio.
La tradición heroica de Venezuela —esto es, los patrones arquetípicos de sus grandes hombres: Conquistadores y Libertadores, amalgamados en la sustancia de una “raza cósmica” forjada por el mestizaje guerrero— siempre me ha parecido la fuente primigenia tanto de nuestras virtudes como de nuestros vicios. En ella habita, como en las remembranzas de Jung, una sombra lúgubre, inevitable, que representa el lado oscuro de nuestra psicología colectiva: la viveza criolla. Esa astucia descompuesta, que florece al margen de las leyes y de la ética y el respeto, se muestra como antagonista de la virtud civilizadora, enemiga silenciosa de toda empresa institucional y de toda acción creadora orientada a la arquitectura lozana de nuestra alma nacional —alma que, a pesar de los estragos, permanece en estado germinal: emergente, tradicional, pero también desarrollista, aspirando a una síntesis superior de su destino histórico.
Por último, al trazar los mapas de nuestra venezolanidad, no nos limitamos a una nostalgia decorativa ni a un idealismo vacío: nos encaminamos hacia la autorrealización de un destino superior. Y ese destino —contrario a lo que afirman los hombres pequeños, empedernidos en su mezquindad— no es una expresión de arrogancia ni un chauvinismo hueco, sino la íntima certeza de que, apoyados en nuestras más altas cualidades, en la potencia indómita de nuestra mente y en la vigorosidad de un espíritu cristiano, tradicional y heroico, estamos hechos de hierro y energía. En nuestros corazones habita una legión de héroes —y sus voluntades, lejos de dormir como tesoros recónditos, se agitan como llamados urgentes, prestos a cumplirse. Ellos claman por encarnarse nuevamente en nosotros, en esta hora difícil, para iniciar la empresa más grande que se haya intentado: la restauración de una memoria entera, y la forja, aún inconclusa, de una patria que aguarda por su verdadero rostro.