La Historia, con su mirada vasta y penetrante, ha abordado con rigor, pasión y detenimiento la imponente figura del caudillo asturiano que sembró el caos en las tierras venezolanas durante la feroz Guerra a Muerte. Hablamos, por supuesto, del Taita Boves, aquel Áyax antagónico de los llanos cuya alma indómita, armada con las negras lanzas forjadas en las cenizas de vidas arrebatadas, sometió con sangre y terror a la naciente y frágil República de Venezuela, dejando un rastro imborrable de devastación y espanto en las poblaciones del país.
Son contados los personajes de igual calibre en los anales de nuestra historia. Si bien encontramos ecos de su barbarie en la ferocidad de Bermúdez o la voraz ansia de destrucción de Arismendi, el insaciable apetito infernal del comandante del Ejército de Barlovento se erige como un caso sin parangón. Sin embargo, con el paso de los años y el esplendor de las victorias de Boyacá y Carabobo, cuyos triunfos dieron vida política a la República de Colombia, la epopeya por la libertad de América continuó su inexorable avance. Bolívar emprende la Campaña del Sur, enfocándose en la liberación de los territorios que hoy llevan el nombre de Ecuador y el Perú, este último siendo el epicentro del poder realista en el continente americano.
Para estas gestas, el Libertador no recurrió a los generales curtidos en mil batallas ni a las armas insignes de Mariño, las temidas lanzas de Páez o la ira indomable de Arismendi. En su lugar, confió la empresa a un joven talento cuya estela de gloria pronto iluminará el horizonte americano: el egregio cumanés Antonio José de Sucre, un nombre destinado a ser sinónimo de grandeza y virtud en los anales de la Independencia de América.
Tras las resonantes victorias de Bomboná y Pichincha, las ciudades de Quito y Guayaquil, expresando su ferviente deseo de integrarse al cuerpo político y administrativo de la Gran Colombia, consolidaron la unión de sus territorios, extendiendo hacia el sur la imponente obra del Libertador. Las capitulaciones, generosas en su naturaleza, evidenciaron el temple de Bolívar y Sucre, quienes, con su tacto humano y diplomático, buscaron sembrar las bases de una convivencia pacífica. En medio de esta aparente calma, una región que albergaba en su seno las brasas de antiguas disputas comenzó a arder con renovado ímpetu. El espíritu rebelde que nunca se extinguió del todo resurgió con mayor fuerza, rompiendo las cadenas republicanas y despertando nuevamente la furia revuelta de los realistas, quienes vieron en este levantamiento una oportunidad para reavivar su causa y recuperar el terreno perdido.
Un oficial realista, capturado tras el excelso triunfo de Pichincha, comienza a urdir en secreto una trama de insurrección. Este hombre, indómito y enardecido, logra remover las emociones de sus compañeros prisioneros y encender en ellos la chispa de la rebelión. A pesar del trato generoso ofrecido por Sucre, entonces Intendente de Quito, quien le concede la libertad y la posibilidad de regresar a la Península, este prisionero rechaza las condiciones magnánimas y decide escapar, llevando consigo la semilla de una nueva conflagración al territorio de Pasto. Sin embargo, no era un hombre cualquiera: su sangre llevaba el legado de uno de los más temidos caudillos de la historia americana. Se trataba de don José Boves o también llamado Benito Boves, sobrino del legendario José Tomás Boves, el León de los Llanos.
Como su tío, Boves demostró un espíritu fiero y una voluntad inquebrantable. Inspirado en las sangrientas hazañas de su predecesor, logró reunir una fuerza considerable de pastusos para sublevarse contra la República de Colombia. Sus posiciones estratégicas y el ímpetu de sus tropas representaron un desafío serio para los patriotas. Sin embargo, frente a este nuevo desafío, Antonio José de Sucre volvió a mostrar su brillantez militar. Primero, en el río Guaitara, los insurgentes enfrentaron un duro revés, y poco después, en el encarnizado “Combate de Yacuanquer”, las fuerzas de Boves fueron completamente desbaratadas. Pasto, renegada y resistente, sucumbió finalmente bajo la fuerza de las armas colombianas del futuro Gran Mariscal en diciembre de 1822, restaurando el orden patriota. Esta sublevación liderada por Boves y sofocada por Sucre sería recordada en la posteridad como “La Navidad Negra”, un nombre que evoca la sombría devastación que marcó aquellos días de enfrentamientos recios y feroces, aunque con una marcada tendencia despectiva para mancillar la imagen nítida del alma de Sucre y sirviéndose como uno de los tantos argumentos para despreciar cabalmente el legado bolivariano.
Las luchas dejaron a su paso un rastro de destrucción y una cantidad considerable de vidas humanas sacrificadas. Hasta el presente, este combate continúa siendo objeto de análisis minucioso, dividiendo las opiniones de historiadores y analistas. Para algunos, se trata de una atrocidad marcada por el exceso de violencia; para otros, una campaña necesaria que aseguró la soberanía y estabilidad del territorio frente a la insurrección. En todo caso, como hemos repasado rápidamente, ante la negativa de Boves por capitular con todas las comodidades ofrecidas por el futuro Gran Mariscal de Ayacucho, decidió, a sabiendas del caos que desataría, emprender la sublevación, heroicamente aplacada por el hierro de Sucre.
Don José Boves, aunque audaz y resuelto, características propias de su mítico tío, no heredó su habilidad para prolongar el caos. Enfrentado al joven cumanés, sus ambiciones se desmoronaron. Así, el sobrino del Urogallo no logró su objetivo de perpetuar el legado de terror y sangre de su pariente, quedando su intento como una breve y fallida sombra de la vorágine que su tío representó en la historia de la Independencia de Venezuela. Episodios como el recientemente relatado nos alumbra, sorprendentemente, sobre las aventuras, a veces olvidadas y con singulares similitudes con otros hechos, que nuestros héroes atravesaron durante el largo y cruento proceso de la emancipación americana. Sin duda alguna, el apellido Boves, primero resonante, como rugido de feroz león, en el terror de los años 1813 y 1814, y luego, pocos años después de aquel apocalipsis que consumió miles de almas venezolanas, su heredero de sangre intentará, fallidamente, una réplica similar de la devastación recordada por la eternidad en los anales de la historia venezolana.
El apellido Boves, en el imaginario colectivo venezolano, adquiere esa tonalidad mitológica y especial, un sinónimo de caos y muerte, sangre y dolor; el demonio de Calabozo que, aún con los siglos, seguirá despertando inquietud en los cuentos y leyendas de la región llanera de nuestra magna patria.
Bibliografía:
José Tomás Boves, por Acisclo Valdiviezo Montaño.
Antonio José de Sucre, por Alfonso Rumazo González.
Resumen de Historia de Venezuela, por Rafael Baralt.