Las luchas y sacrificios que miles de venezolanos libraron en un pasado reciente contra de la tentativa de Cuba y sus pupilos venezolanos de imponer por las armas el comunismo en Venezuela es poco conocida por la mayoría de los venezolanos. Es una parte de nuestro ayer que no se debe olvidar para entender la realidad actual y saber como enfrentarla. Uno de los episodios mas cruentos de aquel enfrentamiento entre la nación venezolana y los terroristas fue la masacre de “El Cepo”.
Eran tiempos en que todavía los mandos militares no se habían adaptado a la nueva forma de hacer la guerra: la guerrilla rural y el terrorismo urbano requerían una manera de enfrentarla distinta a una guerra convencional, con nuevas estrategia, distintas fuerzas militares y policiales y una mentalidad de guerra diferente. Aún así, unidades militares tradicionales, apenas preparadas para la guerra convencional de la primera mitad del siglo XX habían sido destacadas en los lugares donde se encontraban operando los grupos guerrilleros comunistas financiados y entrenados por la dictadura cubana.
Uno de estos lugares eran las montañas del estado Lara, en los alrededores de El Tocuyo, donde se había detectado la actividad de uno de esos grupos de bandoleros, extorsionadores y secuestradores, llamados eufemísticamente “guerrilleros”. Entre las unidades militares que se enviaron a tratar de controlar esa zona se encontraba un escuadrón de caballería. Debemos acotar, que al hablar de “caballería”, no quiere decir que sean soldados montados a caballo, eso es más que todo una denominación, aunque en sus cuarteles puedan tener algunos equinos, pero modernamente las unidades de caballería se transportan por vehículos terrestres o hasta en helicópteros.
Ahora bien este escuadrón apenas había recibido una semana de entrenamiento antisubversivo, y estaba formado por un joven teniente, tres sub-tenientes (más jóvenes todavía) y un grupo de reclutas casi sin experiencia. Fatal error.
El escuadrón de caballería se instalo en un paraje llamado “la Fila del Tigre”, cerca de un caserío llamado “Villanueva”, y cada cierto tiempo bajaban hasta el caserío a buscar bastimentos.
El 13 de marzo, como era rutina, una comisión compuesta por el teniente y doce soldados bajó al caserío con un Jeep y un enorme camión M-35 a recoger los bastimentos para la tropa. De regreso un matrimonio de campesinos con su pequeña niña de tan sólo seis años, Catalina, “les pidieron la cola” hasta las inmediaciones de otro caserío donde habitaban, que quedaba en la ruta.
La pareja de campesinos iban de lo más contentos, ya que se ahorraban la larga y agotadora caminata y sobre todo porque la niña Catalina estaba maravillada por el viaje en el enorme camión militar, ya que la familia era de escasos recursos que vivía en un apartado lugar y la pequeña nunca se había montado en un camión.
Pero el divertido paseo estaba a punto de convertirse en un infierno que cambaría la vida de Catalina y truncaría la de los otros: Cincuenta bandoleros de un frente guerrillero estaban emboscados en una curva conocida como “El Cepo” por donde obligatoriamente tenía que pasar el pequeño convoy. Cuando lo vieron pasar hacia el pueblo los terroristas armaron su maquiavélico plan: instalaron dos poderosas cargas de explosivos en la carretera, y el medio centenar de bandoleros se ubicaron estratégicamente en la montaña alrededor del lugar armados con ametralladoras pesadas, fusiles y subametralladoras.
Cuando regresaba la comisión, al pasar por la curva de El Cepo, uno de los guerrilleros hizo explotar la primera carga contra el jeep que se fue a estrellar contra la montaña. Inmediatamente otra carga también hizo chocar al camión contra la ladera. Al momento una lluvia de fuego desde todos los lados cayó sobre los vehículos y los soldados que pudieron salir. Mamá y papá de Catalina la abrazaron para protegerla con sus cuerpos, pero ambos perdieron la vida al recibir una andanada de balazos de los comunistas. A su alrededor caían muertos varios de los noveles reclutas que aturdidos no atenían a aprestarse a responder el brutal ataque.
Al dispersarse el humo los bandoleros cayeron como hienas sobre los cadáveres de los militares; remataron al teniente de varios culatazos en la cabeza y le arrancaron de la muñeca un bonito reloj, regalo de su graduación. A algunos soldados que todavía se movían les daban un tiro de gracia y los registraban para quitarles lo poco que pudieran llevar. Contentos gritaban y sacaban las provisiones del camión, pero no se dieron cuenta de un soldado que quedaba vivo. Un humilde campesino de 18 años acabados de cumplir, un recluta recién alistado, llevado por su madre al cuartel “para que aprendiera algún oficio y se hiciera un hombre de bien” como le decía su vieja. Allí se encarnó el más puro espíritu de los más bravos guerreros venezolanos de todos los tiempos. Aquel muchacho de pueblo se afincó su FAL en el hombro, apuntó a los saqueadores que se entretenían con los cadáveres, puso el selector en modo de ráfaga y apretó el gatillo. Las veinte detonaciones parecieron un solo estampido. Dos de los bandoleros fueron alcanzados de lleno y cayeron al suelo para pagar con su vida su crimen. Los otros, desconcertados se ocultaron dándole oportunidad a aquel valiente de poner a salvo su vida y regresar a su emplazamiento.
Al rato, llegaron la base del escuadrón dos soldados que al salir expelidos del camión pudieron salva sus vidas e inmediatamente los subtenientes acudieron a la curva de El Cepo con la tropa. Allí encontraron a su teniente, muerto y ultrajado, al igual que seis de sus camaradas. Más allá, los cadáveres de los dos bandoleros El papá y la mamá de Catalina también estaban muertos, pero sorpresivamente, la niña aunque completamente traumatizada y empapada en la sangre de quienes le dieron la vida, no tenía ningún rasguño.
Con esta tragedia, que evidenció la poca eficacia de las unidades militares convencionales en la guerra de guerrillas, los altos mandos militares venezolanos apuraron la creación de las unidades especializadas en lucha antisbversiva, los famosos “cazadores” unidades ultra-ligeras, que se movilizan a pié, con tácticas parecidas a las de los guerrilleros, que finalmente fueron los responsables de la victoria militar en contra de la guerrilla comunista.
EPILOGO
La niña Catalina estaba quedando sola en la vida. La llevaron al cuartel más próximo donde le hicieron las evaluaciones médicas y le dieron los primeros cuidados. Un coronel se conmovió del incierto destino de la niña. Habló con su esposa. Sin pensarlo mucho, el matrimonio adoptó a Catalina como hija propia. Creció como una hija más de la familia, en un ambiente de clase media, muy distinto a la humildad de su caserío campesino. Se le dio todo el amor y todo el calor de familia que los “revolucionarios” le habían arrebatado en su insensata guerra. Catalina resultó feliz en su nueva familia y una niña aprovechada en los estudios. Se graduó de bachiller. Luego entró en la universidad donde con excelentes notas se diplomó como psicóloga. Hoy vive en el extranjero, pero está pendiente de su Patria y con tristeza contempla en manos de quienes ha caído Venezuela, pero ella dice que así como pese a su tragedia hubo gente buena que la amparó en el momento más difícil de su vida, siempre habrá alguien en Venezuela dispuesto a remediar las cosas. Catalina y el solitario recluta que descargó su FAL contra los bandoleros son ejemplos de la Venezuela posible.
Referencias:
Rivas Rivas, José, HISTORIA GRÁFICA DE VENEZUELA, Tomo 11 (1963-1966) Edición Digital.
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