Santos Michelena: padre del liberalismo económico en Venezuela

Una historia que muestra las contradicciones en las que se ha caído al momento de hablar de liberales en el país

De 1824 a 1848, el libre mercado en Venezuela tendrá su más audaz defensor en la figura de José de los Santos de Michelena y Rojas Queipo, un hombre nacido el 1° de noviembre de 1797 en Maracay, población ubicada al pie de la Cordillera de la Costa, y actual capital del estado Aragua.

Michelena había absorbido estas ideas en su paso por Philadelphia (E.U.A), entre 1815 y 1821, siendo su principal influencia el escoces Adam Smith, cuya obra, La Riqueza de las Naciones será su libro de cabecera que va a citar en diferentes oportunidades para defender su postura. El ahora llamado liberalismo clásico que acogió, tiene por base la preservación y defensa de unos derechos naturales de los cuales goza cada individuo, ellos son el derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad. Por lo que se plantea la necesidad de hacer imperar la igualdad ante la ley y la soberanía individual para la búsqueda de la felicidad.

Fiel a estos ideales, desde su inicio en cargos burocráticos, tuvo tareas titánicas, bien como secretario del despacho de hacienda, embajador, ministro de la secretaría de hacienda, vicepresidente de la república, hasta como diputado nacional en sus últimos días.

El Secretario de Hacienda Michelena estuvo a la cabeza de esta secretaría cuando de ella dependían también los asuntos de Relaciones Exteriores. Primero de 1830 a 1833, después, durante ocho meses en 1835, y por último, por dos meses en 1837. Y en ninguna de estas oportunidades pasó inadvertido. La primera etapa de la república fue probablemente la más fructífera para la libertad económica del país. Venezuela dejaba atrás casi dos décadas de guerra por su emancipación, y además, en 1830 había dejado de formar parte de Colombia.

Una vez en el puesto, atendiendo el llamado del presidente José Antonio Páez, Michelena se pone en marcha para aplicar el proyecto de Ley de Comercio que
presentó como diputado cuatro años antes en el congreso colombiano y que no consiguió aprobación.

Simón Alberto Consalvi, en la biografía hecha de Michelena, sostiene que en el proyecto del dos febrero de 1826, este hace un llamado a abrir las puertas al comercio mundial, con el propósito de acabar con el contrabando puesto que, y cita al maracayero: “Para remediar estos males es preciso fomentar el comercio lícito, y esto sólo se consigue disminuyendo los derechos de importación”. Así mismo, el biógrafo comenta que también pedía derogar los aranceles, puesto que,
y le cede la palabra: “[su] principio es el de privilegiar los productos Peninsulares y prohibir el de las naciones extranjeras”. Y, con firmeza y convencimiento, pide la “variación absoluta del actual sistema, que tantos perjuicios ocasiona a la moral como al erario público”.

Es por esta razón que al estar frente a la secretaría llevó adelante, como comenta Jesús Molina, “que todos los granos y comestibles se declaren libres de derecho de exportación”, e igual destino pide para la quina, las maderas de construcción, las de muebles, los palos de tinta y todos los productos de los bosques, que el gravamen de frutos mayores y ganado sea moderado, “mientras las circunstancias del erario no permitan liberarlos también”, y en simultáneo, “bajar los impuestos del añil, del cacao y los cueros”, y además, que se elimine la prohibición de exportar mulas.

Santos Michelena (1797-1848)

En contraposición, pidió, en vista de la reducción de los ingresos al fisco, “gravar en un cuarto de centavo la libra del café”, cuya producción estaba en ascenso. A su vez, solicitó, según refrenda Molina, “habilitar los puertos más inmediatos a los centros agrícolas con depósitos apropiados, y clasificarlos como de xportación o importación solamente”, y permitir, “que los buques nacionales y extranjeros vayan libremente a recibir los frutos”, puesto que, y este punto toma literalmente palabras pronunciadas por el propio Michelena en la exposición del secretario de Hacienda 1832, “desapareció ya el tiempo de las exclusiones y de los privilegios, y es llegado aquél en que todos participen igualmente de las ventajas de la asociación”. Y no obstante a todo ello, introduciéndose en terreno más álgido, el secretario pide eliminar en un plazo no mayor a cinco años el monopolio existente sobre el tabaco, implementado por la corona, así como, acabar con los aranceles de las salinas.

Finalmente, la liberación de la siembra y comercialización de tabaco se adelantó, publicándose oficialmente por decreto el 22 de marzo de 1833. Otro punto importante en sus prioridades, y refrendado por Catalina Banko, fue la abolición, vía el Congreso el 8 de junio de 1831, de la alcabala que gravaba en un 3% todas las ventas de bienes en el territorio nacional. Y sumado a ello, el 6 de abril de 1833 consiguió la eliminación de diezmos, acción que, como sugiere Lucía Raynero, hizo pasar al tesoro público el sostenimiento de la Iglesia y sus sacerdotes por medio de un presupuesto anual aprobado por el Congreso. Llegado a este punto de la historia, se introduce uno de los proyectos de ley más importantes de la primera mitad del siglo XIX venezolano, y sorprendentemente, es aprobado.

La Ley de Libertad de Contratos, promulgada el 10 de abril de 1834, fue, a la manera de ver de Douglas Ramírez, “la primera ley de libre mercado decretada en Venezuela”. Basa su consideración en que la misma “pone en igualdad de condiciones a las partes de contrato, y desde ese punto de vista, era una ley revolucionaria para la época, y un adelanto en derechos civiles, y no sólo en derechos económicos”. Pese a que cuando se aprobó esta nueva reglamentación Santos Michelena se hallaba en Nueva Granada como Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario, Simón Consalvi sostiene que “fue bajo su influencia que se concibió, se presentó y se aprobó su texto”.

En sí, la Ley derogaba las reglas heredadas de la legislación castellana sobre las que descansaban los préstamos, en las cuáles, como acota Catalina Banko, “se prohibía el cobro de intereses superiores al 6% anual en los casos de transacciones comerciales”, y que, además. prohibía rematar las propiedades hipotecadas “por menos de los dos tercios de su valor, cuando la venta se hacía a favor de un tercero y, por la totalidad, cuando se trataba del propio acreedor”. Michelena es contundente, y sostiene en su mensaje anual de comienzos de 1833 ante diputados y senadores de la República, que tales condiciones legales, “hieren y
alteran los principios de la sagrada propiedad, están en abierta oposición con los de la moral, chocan con los de la economía política y además no llenan el objeto que se propuso el legislador”.

La también conocida como Ley del 10 de abril de 1834, fue respaldada por el secretario de Interior y Justicia, Diego Bautista Urbaneja, quien, según cuenta
Francisco González Guinán, dijo en su discurso de rendición de cuentas que: “Venezuela duplicaría por lo menos su capital agrícola, urbano e industrial, y de este modo marcharía rápidamente a su engrandecimiento, si el Cuerpo Legislativo reformase aquellas leyes civiles que impiden en cierto modo la libre disposición sobre la propiedad”.

Esta Ley que constó de siete breves artículos, inicia rezando: “la libertad, igualdad y seguridad de los contratos, son uno de los medios poderosos, que pueden contribuir a la prosperidad de la República”. Básicamente, el texto asienta que ambas partes pueden acordar libremente los intereses del préstamo, y que en caso de no efectuarse el pago en el plazo fijado, el acreedor puede rematar “por la cantidad que se ofrezca por ellos el día y hora señalados para la subasta” los bienes hipotecados por el deudor. La Ley desató una polémica que incluso es tratada por los historiadores en la actualidad, que intentan discernir acerca de su conveniencia y las consecuencias que tuvo en la vida económica, política y social del país, además, es probablemente la única en la historia de Venezuela que ha llevado a que se dedique un ensayo completa para rebatirla.

Los más férreos y notables oponentes fueron Fermín Toro, Tomás Lander y Antonio Leocadio Guzmán, siendo estos dos últimos los miembros fundadores del Partido Liberal de Venezuela.

Por ejemplo, para Lander, reconocido por varios autores como una de las grandes figuras del liberalismo venezolano, “La ley del 10 de abril de 1834 es inmoral,
maliciosa y destructora de la riqueza pública, digan lo que quieran esos escritos vendidos, o mejor dicho pagados, que la promovieron y sostienen” (1843). Es por citas como estas, publicadas en los periódicos de la época, que Jesús Valerio sostiene que es “uno de los que más rabiosamente ataca la Ley de Libertad de
Contratos”, y no duda en decir que incluso “parece profetizar lo que Karl Marx propondrá unos diez años después” al escribir:

“Las riquezas no sólo son inútiles sino perniciosas a los pueblos, cuando están mal repartidas; no basta que el legislador las haga entrar en el Estado; es indispensable que piense en el modo de distribuirlas bien”. (El relámpago, 1843).

De esta forma, Lander, un hacendado de Los Valles del Tuy, considera que permitir que dos individuos mayores de edad lleguen a acuerdos en cuanto a las tasas de interés de los préstamos, y que el acreedor pueda cobrar las deudas no canceladas con los bienes dejados en respaldo, es un acto “inmoral y malicioso”, no s olamente para cada una de las partes, sino para la “riqueza pública”, razón por la cual evoca la intervención del Estado.

Dándole seguimiento a sus argumentos, Migdalia Ledezma recoge otros variosfragmentos de artículos de prensa publicados por Lander y que vale la pena presentar en este trabajo para obtener la explicación de sus críticas. Así, en su texto de El Relámpago, 1843, asegura que la Ley del 10 de abril:

“Es inmoral; porque arma el fuerte contra el débil y al poderoso contra el necesitado (…) porque estimula a los que tienen algún dinero a dictar terribles condiciones desde sus hamacas o escritorios, condiciones que abruman a los que necesitan para cultivar y producir, sufriendo la intemperie y regando la tierra con su sudor”.

“[Es maliciosa porque] desde que se puso en práctica (…), se han multiplicado al infinito, en nuestra triste patria, las quiebras, los dolos y las ruinas mercantiles y agrícolas”.

“Y es ruinosa a Venezuela, porque autoriza la desestimación de las propiedades que son las que casi exclusivamente constituyen la riqueza territorial; porque aniquila el estímulo para fomentar y producir”.

Para el momento en el que el escritor presenta estas líneas, la economía venezolana se basaba en la agricultura, siendo un país sobre todo exportador de cacao, café, algodón, añil, y otros bienes de consumo. Y los comerciantes solían ser quienes concedían préstamos a los identificados como agricultores o hacendados, hecho que no significa que los comerciantes no pudieran también ser propietarios de tierras dedicadas a la actividad agrícola o ganadera.
Más adelante, en la misma nota de prensa, Lander sugiere:

“Los propietarios de heredades en Venezuela o, lo que es lo mismo, los hacendados, son los seres más identificados con el bienestar de la tierra que cultivan, La suerte del territorio, del que poseen una parte, es la suya; cuando ellos prosperan, prospera la patria, y cuando ellos sufren ruina y menoscabo, ruinas y menoscabos experimenta la sociedad. Por lo mismo los propietarios de heredades deberían influir eficaz y poderosamente en las leyes que el país se diera, y en el gobierno que lo administra”.

Como se aprecia, el también periodista y politólogo concede un valor muy elevado a la figura del hacendado, que en su opinión, estaba siendo afectado por la Ley de Libertad de Contratos, al no poseer después de 1834 la protección del Estado en cuanto al límite de la tasa de interés sobre los préstamos y al cobro de las deudas no saldadas.

Sería esta la razón que lo llevó a fundar el 25 de agosto de aquél mismo año, la Sociedad de Agricultores de Sabana de Ocumare, predecesora del ya mencionado Partido Liberal.

Esta sociedad, según opinión de Aberu, tenía por finalidad, “diseñar una política económica que favoreciera a los productores como generadores de riqueza, [por lo que se hacía indispensable], distanciarse del liberalismo económico”, puesto que Lander creía que el Estado “debía fomentar la producción agrícola proporcionando auxilio económico a los productores del campo, proponiendo: que el gobierno venezolano proteja a la agricultura como Inglaterra protege a su comercio”.

Ahora, en cuanto a Antonio Leocadio Guzmán se trató, según comenta Manuel Rodríguez, este propuso restaurar el crédito público para proteger las propiedades y las cosechas que los tenedores de deuda hubieran puesto como garantía de los préstamos. Hasta llegó a proponer la creación de un “banco industrial, cuyo giro auxiliaría preferentemente a la agricultura” cuando los productores incurrieran en quebrantos.

Sostiene Rodríguez que estas ideas, “navegación protegida, préstamos a bajo interés y a los plazos más convenientes para la producción, privilegios a inversiones industriales, leyes de aduana protectoras, inversiones estatales directas”, son las que llevan a considerar que en lo económico, “es insostenible cualquier proposición mediante la cual se le pretenda calificar de liberal” a Antonio Leocadio Guzmán.

Al respecto, este llegó a exponer, dice Rodríguez, que conocía perfectamente las bases científicas del liberalismo, pero que muchas de estas “no eran aplicables a nuestra economía y ni siquiera a aquéllas donde habían nacido”. Y sostenía aquél emblemático periodista y político su postura con afirmaciones como la siguiente:

“Amo los principios liberales y generales de la economía política, como todos los progresos del espíritu humano, pero sé que sus aplicaciones deben combinarse con todos los demás principios indispensables a la existencia de la sociedad”.

Pero si estos dos carismáticos hombres de encendido discurso dedicaron tiempo de su vida para enjuiciar la Ley impulsada por Michelena, sería Fermín Toro el más tenaz y meticuloso crítico. A través del ensayo Reflexiones sobre la ley de 10 de abril de 1843, Toro exponía sus argumentos. En la biografía que le hace Rafael Fernandéz Heres, se lee la idea sobre la cual el político basó su oposición, la usura. Este autor comenta lo siguiente: “La usura, como la esclavitud, señala Toro, es de esos males que se ha arraigado en la sociedad”.

En palabras de aquél hombre que para 1834 fungía como presidente de la cámara de diputados del Congreso, y por consiguiente, firmó la aprobación de la Ley, la misma era “perjudicial a los intereses morales y materiales de Venezuela” debido a que concedió “la libertad de usura, y el desapropio por deudas”, hecho este que llevó a celebrar “los contratos más desiguales y monstruosos”, los cuales se salían de lo que considera como “justicia natural”.

Para Toro, a partir de la razón y de la experiencia, se podía llegar a reprobar la usura, y por lo tanto, la Ley de Libertad de Contratos, la cual, sugiere que contribuyó “muy poderosamente a la perturbación y a la inmoralidad”, pero no solo esto, sino que, además, “por una reacción natural obra contra la libertad, la seguridad y la introducción de capitales, objetos que principalmente se tuvieron en mira al sancionarla”.

Pero, yendo más allá del reproche que hizo sobre la usura, la raíz de la indignación del también diplomático, literato y educador, fue la libertad que daba el texto a los venezolanos. Lo expresó así:

“Yo sostengo que la libertad no es el fin de la sociedad, y que como medio ó facultad, debe estar subordinada á la igualdad necesaria, que es el objeto principal de la asociación; pues que por ella, y en la categoría de derecho, todo individuo debe poseer los medios de conservar su dignidad moral y su existencia física”.
Para Toro, que unas personas tuvieran la libertad de colocar las condiciones que considerasen más convenientes para dar prestado parte de su dinero, y que tuvieran la potestad de cobrar las deudas a partir de los bienes hipotecados consensuadamente, otorgaba un poder desigual que dañaba a la sociedad, porque
representaba el aprovechamiento del prestatario sobre el deudor.

Por ello sostenía: “La libertad individual comienza donde acaba la igualdad necesaria. ( Nadie es libre legítimamente en un país, mientras haya una clase que carezca de lo necesario para mantener su existencia física y su dignidad moral”. A su manera de ver las cosas, para evitar conflictos derivados de la desigualdad y por lo tanto, poder conservar la libertad de todos se hacía necesaria la intervención estatal. Expresaba:

“Un Gobierno debe ser un poder regulador que impida que ninguna fuerza social sea oprimida por la preponderancia de otras. Todo es fuerza en la sociedad, porque toda idea que se realiza en su seno produce efectos exteriores que influyen en la suerte de los asociados”. E iba más allá, sosteniendo que para “conservar la armonía” de la sociedad debía intervenir en “el proselitismo de las sectas políticas o religiosas; los descubrimientos de las ciencias; los inventos de la industria; las aplicaciones de las artes; la asociaciones industriales; los establecimientos de crédito, de beneficencia, de enseñanza; el influjo de la riqueza, de una clase, de un culto”, y en todo aquello que pueda representar una “causa de opresión y sufrimiento” debido a las desigualdades creadas. Dentro de esta consideración, los prestamistas, cuyas fuerzas usurarias habían sido desatadas por la Ley del 10 de abril, tenían un efecto negativo sobre la industria
nacional porque la terminaban asfixiando con sus condiciones y amenazas de despojo, a su vez que, incluso actuaban en detrimento de las tasas de empleo.
Lo planteaba de la siguiente manera:

“Los grandes capitalistas absorben todo el producto de las industrias; los jornales disminuyen hasta el punto de no bastar al alimento necesario para reparar las fuerzas del jornalero: la producción nacional decrece, se desmejora, desaparece en la competencia con la producción extranjera; la aplicación de las máquinas desocupa los brazos, y una población sin renta, sin ocupación, queda condenada al crímen, a la corrupción, a perecer de miseria: los logros excesivos de los hombres de dinero absorben, en transacciones ruinosas, los productos del campo y de las industrias”.

Para evitar dicha situación Toro proponía que las tasas de interés sobre los préstamos
se calcularan a partir del porcentaje que arrojaba la diferencia entre el capital invertido y el nivel de ganancia obtenido por las diferentes industrias dentro de un sector de la economía. Por ello mencionaba que “hay una tasa natural en la renta de los capitales, pasada la cual el interés exigido en los préstamos es usurario y ruinoso”. Y agregaba:

“Este nivel que alcanzan los beneficios de los capitales empleados en las diferentes industrias de un país, es lo que llamo la tasa natural del interés de los capitales: denominación que me parece que le corresponde, tanto porque es el resultado final del trabajo aplicado a la producción en cualquier país que reúna las circunstancias de libertad y de seguridad, como porque nunca se pasa este nivel sin causar violencia
en las industrias y extorsiones en alguna clase de la sociedad”.

Por estas razones, llegó a colocar a la usura al mismo nivel de los robos y homicidios, y a considerar que quienes obran, cobrando los préstamos vencidos a pesar de que el deudor se encontraba en una situación económica adversa, eran avaros y duros de corazón. Al final del ensayo dejó para considerar un proyecto de ley sobre intereses en los préstamos y sobre remates judiciales, y cierra el texto diciendo: “Soy acaso de los pocos que pueden considerar la ley de 10 de abril desde terreno neutro, juzgarla con toda la imparcialidad de que es capáz una conciencia libre”.

Augusto Mijares, llegó a decir que en la obra Reflexiones de Fermín Toro, “hubieran podido unirse socialismo y liberalismo, sin menoscabo de nada de lo que era esencial en una y otra doctrina”. Lo considera un “ardiente intervencionista”, dentro del “más puro liberalismo político y moral”. Si acaso algo semejante es posible y no se está hablando de posiciones excluyentes entre sí.

En cuanto a las posturas de Lander y Toro, Jesús Valerio dice que en estas “se descubren algunos de los orígenes de la aversión criolla a la libertad económica”. Y Sequera Tamayo, Carrillo Batalla y Herrera Campins, sostienen que las críticas levantadas por Antonio Leocadio Guzmán, Lander y demás conductores del
liberalismo, no son convincentes, y que existe “derecho de calificarlos con toda propiedad, como unos demagogos”. Pues estos eran los mismos que “voceaban las consignas de reparto de tierras y de la libertad de los esclavos, siendo ellos grandes terratenientes y propietarios de esclavos”.


Desempeñando otros cargos

Dando por terminada la exposición hecha por estas tres figuras seleccionadas contra la Ley de Libertad de Contratos, se puede avanzar en el tiempo.
En cuanto a Michelena se trata, este había vuelto a desempeñarse como Secretarios de Hacienda y Relaciones Exteriores entre el 29 de marzo y el 19 de noviembre de 1835, para, tras un corto descanso, aceptar en enero de 1836 el cargo de Ministro Plenipotenciario de Venezuela, teniendo como tarea, según comenta Rodríguez, “ajustar en Estados Unidos los detalles del Tratado de Amistad, Comercio y Navegación recientemente suscrito”.

Entre 1826 y 1828 ya se había desempeñado como cónsul de Colombia en Londres. En este punto vale la pena comentar que Michelena renunció a su cargo a finales de 1835 debido a considerar inconstitucional el indulto concedido a los jefes militares que se alzaron en la llamada Revolución de las Reformas dando el primer golpe de Estado en la historia republicana de Venezuela. Vargas, como presidente para el momento, había ordenado retirar los grados militares de los sediciosos, y sentenciarlos a pena de muerte. Pero Paéz, encargado del ejército, negoció con José Tadeo Monagas la amnistía. Nuevamente, resalta la figura de hombres como Tomás Lander, quien a través de un extenso texto pidió al presidente Vargas tener clemencia con los vencidos por considerarlos héroes de la independencia. Le preguntó, entonces, si acaso “[es] justo matar al que hizo en mil ocasiones servicios importantes, y delinquió en una”. Y Paéz, años después, en su autobiografía dirá que como consecuencia de aquel perdón, se ocasionaron quiebres en el gobierno, cuando un hombre “tan respetable por sus servicios, por sus luces y probidad como el Señor Santos Michelena hizo renuncia de su puesto en consecuencia de aquel desagrado”. Tras volver de Estados Unidos, Michelena aceptó ser alcalde segundo de Caracas, cargo que ocupó brevemente para pasar a su hacienda en Maracay y un puesto de venta de carne, hasta recibir en 1837 la petición de convertirse en Secretario de Estado y nuevamente de Hacienda y Relaciones Exteriores.

Si bien estuvo en el cargo por escasos dos meses, durante ellos se abocó a revisar y avalar los Tratados de Amistad, Comercio y Navegación planteados con Dinamarca y las Ciudades Hanseáticas. Y esta política se mantuvo en el tiempo, firmándose tratados similares con Suecia y Noruega en 1841 y con Francia en 1843. Y pese a que no era secretario de Hacienda para el dos mayo de 1836, la Ley que se aprobó ese día estaba marcada por su línea liberal. En ella se establecía el nuevo procedimiento en las causas mercantiles, y la organización de los tribunales de comercio. Dichos tribunales, como relata Catalina Banko, tuvieron como objetivo, “la atención exclusiva de los asuntos de comercio, anteriormente bajo la jurisdicción de los juzgados ordinarios”. Esto, a su vez, quedó reafirmado en la Ley del Código de procedimiento judicial del 18 de mayo de 1836.

Posteriormente, el tres de mayo de 1838,se aprobó una nueva reforma a los juicios y procedimientos en cuanto a la Espera y Quita, es decir, a la decisión de dar un mayor plazo al deudor o proceder a rematar sus bienes hipotecados. En este sentido, se estableció que el procedimiento a seguir en dichos casos sería el estipulado en La cesión de bienes del Código de procedimiento judicial, permitiendo así ceder los bienes del deudor demandado en cualquier estado de la causa. Ante este hecho, Tomás Lander también fue uno de los que elevó críticas. Migdalia Lezama sostiene que en el folleto titulado “Los tribunales mercantiles y la constitución”, Lander asegura que la ley mercantil era “precursora de nuestros grandes desastres”. Y tras ser llevado él mismo a juicio por un supuesto impago de 1.550 pesos, resultó ganador ante el tribunal de comercio de Caracas.

Mientras, el versado hombre de las finanzas y la diplomacia, de vuelta en su tierra natal, aceptaba convertirse por primera vez en consejero de Estado y vicepresidente de la República, era para entonces 1840.

Desempeñando estos cargos, se promovió y aprobó el cinco de mayo de 1841 la Ley sobre los juicios de Espera y Quita, la cual, como comenta Manuel Rodríguez, “limitaba aún más los recursos legales del deudor moroso, al estipular que para obtener dicha moratoria, debía contar con el consentimiento unánime de todos sus acreedores”. Anteriormente, un deudor podía conseguir moratoria mediante la mayoría de los votos de los acreedores. Es decir, para que alguien pudiera cobrar el dinero prestado tras su vencimiento, requería que todas los demás prestamistas lo apoyaran. El cambio introducido hizo que, comenta Catalina Banko, “solo en ocasiones excepcionales un deudor podría acogerse al beneficio de espera”. Estas leyes que procuraban transformar la vida económica del país a través de la liberalización y que se han ido citando a lo largo del artículo, fueron de gran importancia por su corte liberal y por las consecuencias que tuvieron, sirviendo de excusa para los movimientos políticos que tuvieron papel protagónico en el siglo XIX.

Santos Michelena, fue vicepresidente hasta mediados de 1845. Al año siguiente se presentó como candidato presidencial en una contienda en la que resultó electo José Tadeo Monagas. Y tras un breve descanso al cuidado de sus tierras en Aragua, volvió para su desgracia a la vida pública, como dice Simón Consalvi, puesto que en 1848 se convierte representante por Caracas al Congreso Nacional.

Pero antes de abordar este último año de su vida, vale la pena rememorar un suceso de 1845. Aquel año, el eminente político y abogado, Francisco Aranda, presentó el proyecto de creación del Instituto de Crédito Territorial, el cual le daba al Estado venezolano el papel de responsable de las deudas de los agricultores, e iniciaba funciones a partir de solicitar un préstamo de 20 millones de pesos, agregados a la deuda externa. Ante tal circunstancia, Simón Alberto Consalvi sostiene que Michelena presentó su oposición con las siguientes palabra:

“La nación no debe prestar su garantía para el establecimiento del Instituto porque siendo como es para personas de ciertas y determinadas cualidades, la nación degenera en un caprichoso padre de familia que prodiga su riqueza entre una parte de sus hijos con perjuicio de los demás. La renta de Venezuela se forma con lo que todos y cada uno contribuyen y no debe comprometerse sino en lo que redunda en bien de todos y cada uno”. Michelena, a su vez, consideraba que al momento de tener que socorrer a los deudores, el Estado iba verse en la gravosa situación de subir los impuestos, por lo que, en sus propias palabras, “todos los venezolanos vamos a pagar lo que unos pocos disfrutaron”. Por su parte, Víctor Abreu también presenta el fragmento de un texto que habría escrito el maracayero en el que dijo:

“Es indudable que existe un malestar que sobresale en una parte de los propietarios territoriales; pero este es un malestar que no proviene de la acción del gobierno, sino de la acción individual mal dirigida, y es, por consiguiente, en esta misma acción, y no en otra parte, que se debe buscar el remedio. El trabajo y la economía son las dos grandes fuentes de la prosperidad pública y privada, y en el ejercicio de estos dos hábitos, de estas dos virtudes inminentes, es que los atrasados deben hallar la panacea que cure la enfermedad que los aqueja: no la busquen en las arcas nacionales”.

Tales reflexiones debieron persuadir al presidente Soublette, quien se negó a aprobar la ley que ya había logrado pasar por el Congreso, tras considerar que “las rentas de la Nación quedarían comprometidas para socorrer a un reducido grupo de la sociedad venezolana”, según apunta Catalina Banko.

Previo a su muerte, logró apreciar cómo rendían frutos sus políticas en torno a las tasas de interés. Víctor Giménez Landínez sostiene que “las tasas de interés bajaron del 60% anual, al 24%, 18% y 12%, llegando en ocasiones al 9%”. Este hecho lo confirma el historiador Manuel Pérez-Vila, y agrega que gracias a esto, “las exportaciones [de los hacendados] aumentaron”.

El historiador Rafael Arráiz Lucca afirma en una de sus obras que esta Ley “[…] al dejar en manos de los particulares la fijación de los intereses, estos bajaron, y se produjo una recuperación de los cultivos”. A pesar de este hecho, la Ley de libertad de contratos fue derogada por decreto el 24 de abril de 1848 bajo el gobierno de José Tadeo Monagas. Se estableció “un tipo de interés máximo, llamado convencional, y otro legal. El primero equivale al 9% y el legal al 5% anual”, según refiere Banko.

De igual forma, la Ley de Espera y Quita fue sustituida por la Ley de Beneficio de Espera del 24 de abril de 1848, la cual “contemplaba como obligatorio para los acreedores el diferimiento de pagos y ejecuciones de hipotecas, todo en beneficio de sus deudores, por un plazo de seis años”, menciona Manuel Rodríguez.

No obstante, si el prestamista se negaba a cumplir lo ordenado, los deudores podían recurrir a un juez para extender el plazo hasta por nueve años. “Además, desde el momento en que un deudor invocaba judicialmente este beneficio, quedaban en suspenso todos los juicios por cobros que hubiese en su contra”, agrega Rodríguez. Según Banko, esto estuvo vigente hasta el 27 de mayo de 1850, pero, la liberación de las tasas de interés no fue institucionalizada sino hasta la Ley de 19 de junio de 1861, y en cuanto a los bienes hipotecados, quedó establecido que serían rematados sobre la base de la mitad de su valor justipreciado.

Al respecto, el historiador Pedro Manuel Arcaya sostiene que “gentes imprevisivas comprometieron sus fincas para obtener numerario. Malbaratáronlo ó saliéronles fallidos sus cálculos respecto de las empresas en que lo invirtieron”. Y que cuando sus propiedades fueron rematadas para poder cobrar las deudas, estos “clamaban entonces contra la ley […], como si ella les hubiera mandado comprometer imprudentemente sus propiedades ó manejar sin tino los fondos que obtuvieron”. Y en cuanto a la reforma hecha a Ley de libertad de contratos, dice que “naturalmente resultó contraproducente esa legislación, como sucede con todas las que han restringido la libertad económica, porque dificultándose el crédito empeoró la condición de aquellos a quienes se quería proteger”.

En el tiempo que la la Ley de Beneficio de Espera estuvo en vigencia se generó una situación de tensión con varios países europeos, puesto que una cantidad considerable de dedores “adquirió carácter de moratoria universal”, menciona Manuel Rodríguez, quedando en impago los préstamos que en su mayoría eran dados por las casas comerciales propiedad de extranjeros. La demanda de los países por el reconocimiento y pago de las deudas llevó a que el Estado venezolano tuviera que pagar a través del Tesoro Público las sumas solicitadas. Rodríguez dice que “la primera suscripción de bonos emitida para atender este compromiso comportó un aumento de la deuda pública por 1.239.705 pesos, cifra que se incrementó posteriormente”.

Un balance de su gestión Apenas 10 años antes, en 1841, el Senado le expresaba a José Antonio Páez un cuadro muy diferente del estado de la República: “Completa paz interior; sincera armonía con las naciones extranjeras; las establecidas para consolidar nuestro crédito exterior; un tesoro que satisface todas sus acreencias, instituciones queridas, leyes respetadas, son engrandecimiento y dicha de que pueden gloriarse los venezolanos”.

A esto debe agregarse que por primera vez en su historia, y gracias a las diligencias hechas por Santos Michelena como Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario en Nueva Granada y Quito (entre el 25 abril de 1838 y el 16 de mayo de 1839), el Estado venezolano conocía con exactitud el monto de la deuda acarreada desde la independencia, $ 29.468.511.70.

José Antonio Páez (1790-1873)

Ante tal escenario, el llanero responde de la siguiente manera en su autobiografía:

“Cabe la gloria de haber contribuido a formar tan brillante cuadro a los señores Soublette, Michelena, Smith, Urbaneja, Quintero, y a cada uno de aquellos hombres de una generación que parece haberse extinguido en ellos”. De manera similar, el historiador Manuel Pérez-Vila comentó lo siguiente respecto a aquel período, según lo cita Consalvi:

“[…] en materia de Hacienda Pública, el desbarajuste del período gran colombiano fue sustituido, a partir de 1830, por un eficiente y, en general, muy pulcro manejo de los dineros del Estado, que condujo a un superávit fiscal [el primero desde 1811] y permitió empezar a pagar de un modo regular la Deuda exterior que ascendía, (…) a más de 34 millones de pesos: exactamente 34.148.296. De éstos, hasta 1845 la República había amortizado 3.907.147 pesos y pagado intereses por valor de 1.407.584 pesos. En cuanto a la Deuda pública interna, que durante los años 1830- 1845 había alcanzado a 4.367.314 pesos (incluidos capital e intereses) se cancelaron 4.175.238 en total, por ambos conceptos, de modo que en junio de 1845 había quedado reducida a 192.076 pesos. El servicio de ambas Deudas -interior y exterior- consumió el 37% de los ingresos totales del Estado durante aquellos años. Fue, en verdad, un esfuerzo sostenido y considerable, que estableció el buen crédito de Venezuela en el exterior”. Y Consalvi también recoge una apreciación dada por José Gil-Fortoul, en la que manifiesta que “la tradición fiscal implantada por un Ministro de tan austera probidad como Santos Michelena” contribuyó a asegurar por diecisiete años la correcta administración de los dineros públicos y el tener acceso a “el buen crédito interior y exterior del Estado”.

Pese a ello, como se ha apuntado, fueron varias las reconocidas figuras que dirigieron extensas críticas a las políticas económicas liberales de la época. De hecho, surgieron nuevas en el tiempo. Así, por ejemplo, autores como el historiador Francisco González Guinán dirá que “las leyes de 10 de abril sobre libertad de contratos y la denominada de espera y quita, que despoja al deudor de un beneficio que está identificado con los sentimientos de Humanidad, han influido, e influirán, mientras no se reformen, en el atraso que experimentan los industriales. La primera es injusta e inmoral; la segunda, cruel y opuesta al sistema de mayoría que nos rige”. Mientras que el distinguido escritor y político Arturo Uslar Pietri dijo en 1945 durante el ciclo de conferencias La libertad económica y la intervención del Estado, que pese a las buenas intenciones de Michelena, su “liberalismo económico irrestricto” fue la semilla de “funestas divisiones, odios de clase y de lucha fratricida” cuya consecuencia más evidente habría sido la guerra federal.

Esta postura la reafirmó en su obra Letras y hombres de Venezuela (1948), donde sostiene que Fermín Toro había advertido con “clarividente penetración”, los efectos de la Ley de libertad de contratos de 1834, la cual, pese estar “inspirada en el más noble entusiasmo por los principios liberales, trajo la libertad de usura, creó una mortal pugna entre agricultores y comerciantes, dividió la sociedad y acarreó odio y desprecio a los jueces y a las leyes”.

Más tarde, en su programa de televisión Valores humanos, advierte que “esta Ley [del 10 de abril] tuvo resultados inicuos. Se convirtió en el paraíso de los usureros. Todos los que tenían dinero, maneras de prestarlo, hicieron préstamos leoninos, con intereses gigantescos, estrangulando a los infelices prestatarios. Y se llegó a una situación muy grave que fue una de las causas mayores del fracaso de ese ensayo de república”.

Por su parte, Laureano Vallenilla Lanz, en su reconocida obra Cesarismo democrático, sugiere que dicha Ley “favoreciendo el capital, daba al comercio, y por
tanto a los godos, una preponderancia mucho mayor que en la época colonial”. Y el historiador Elías Pino Iturrieta dirá en Ideas de los primeros venezolanos (1987):

“Ninguno de los manuales del liberalismo manchesteriano podía prever el encarnizamiento ocurrido en Venezuela, como consecuencia de la ley sobre libertad de contratos. Desde antiguo se explotaba al necesitado y se enriquecían más los ricos en tiempos de penuria, a costa de quienes necesitaban capital para labranzas y cosechas”.

Como bien se puede apreciar, José de los Santos de Michelena y Rojas Queipo, dejó una huella en la historia de Venezuela. Sus ideas afines a lo que ahora se ha dado por considerar el liberalismo clásico, han conllevado a amplios y profundos debates, entre aquellos que respaldan su postura de libertad individual y respeto a la propiedad privada como mecanismo para alcanzar la prosperidad económica, y quienes consideran que el Estado, o mejor dicho, los mandatarios de turno son quien deben decidir cuándo, cómo y de qué manera intervenir para planificar la actividad económica en procura de una presunta igualdad de resultados.

Bayonetas anónimas

Finalmente, como diputado del Congreso, Michelena debió presentarse ante el mismo para participar en la sesión del 24 de enero de 1848. El general Páez dice que el ex secretario de Hacienda había sido advertido de los peligros que corrían los legisladores, quienes intentaban, desde una Caracas militarizada, suspender al presidente Monagas debido a las infracciones de la constitución y de las leyes, pero su respuesta fue: “Iré para ver ese 18 Brumario”.

Comenta el llanero de esta manera lo ocurrido:

“En el mismo día, y antes de que se hubiese podido tomar ninguna otra medida, una soldadesca compuesta de la milicia de reserva armada, con la violencia de un plan preconcebido y contando con la impunidad, invadió la Cámara como si fuera ciudadela sorprendida por asalto, e hizo fuego sobre los Representantes del pueblo. Allí cayó herido para luego morir el virtuoso Santos Michelena, que tantos y tan grandes servicios había prestado a la Hacienda de Venezuela […]”.

El maracayero fue refugiado en la misión británica, donde 48 días después, el 12 de marzo, falleció, según comunicaron sus doctores José Vargas y Elíseo Acosta, como apunta Simón Alberto Consalvi. Rogelio Altez sostiene que cuando se apuntó la causa de la muerte dijeron que fue víctima de “bayonetas anónimas”.

José Antonio Paéz manifestó con estas palabras su dolor por lo ocurrido en una carta dirigida al presidente José Tadeo Monagas, del 31 de enero de 1848: “Por primera vez he lamentado haber nacido en una tierra donde a nombre de la libertad se cometen tan abominables atrocidades. Estoy profundamente conmovido. Siento destrozada mi alma, y oprimido el corazón por un fortísimo dolor”. A partir de este hecho, dice Augusto Mijares en La evolución política (1810-1960), inicia una época en la que por primera vez se verá la modificación de la Constitución “con fines desvergonzadamente personalistas”, y cuyo final sólo será posible a través de “el azaroso recurso de la rebelión armada”.

Con Michelena se terminó de sepultar, lo que Lucía Raynero consideró como un intento desde el liberalismo por “situar a Venezuela como un modelo entre las naciones de América”. Y esto, manifiesta la autora, iba más allá de la esfera económica, puesto que al sancionarse la constitución en 1830, quedó establecido, “entre otros aspectos, elecciones indirectas o de dos grados; sufragio supeditado a la condición económica de los votantes; libertad civil, seguridad individual, resguardo de la propiedad y abolición de la confiscación de bienes; igualdad ante la ley; inviolabilidad del hogar, de los papeles particulares y de la correspondencia; libertad de prensa y pensamiento; prohibición de arrestos arbitrarios; limitación de la pena capital y prohibición de las torturas; libertad de trabajo, cultura, industria y comercio; eliminación del fuero concerniente a las contribuciones; y eliminación de los mayorazgos. Se consagró el gobierno centrofederal o mixto, y se proclamó que ese gobierno sería siempre «republicano, popular, representativo, responsable y alternativo»”. A esto habría que agregar la aprobación de la ley de libertad de culto (18/02/1834), el código de imprenta donde se asegura la libertad de expresión (27/04/1839), el decreto de resguardo a la población indígena (02/04/1836), y la ley de inmigración (19/05/1837).

No por nada, Pino Iturrieta dice sobre esta primera década de la República que: “Quizá jamás se reflexiona tanto sobre el destino de Venezuela como entonces, ni se debate con tanta entereza sobre los asuntos de la política y la economía. Florecen los periódicos con redactores solventes y polemistas de insólita calidad. Los pequeños talleres de imprenta disparan los plomos sin temor al gobierno. A su vez, el gobierno reacciona mediante un elenco de excelentes escritores. La deliberación responde a motivaciones que no se ocultan y las teorías sobre la sociedad reflejan una lectura laboriosa, en la forja de uno de los capítulos más fructíferos de nuestra vida intelectual y cívica. Capítulo realmente excepcional, si se coteja con la opacidad de campañas posteriores”.

Todo ello, obra de unos hombres a quienes miembros del partido liberal o a fines a este dieron por llamar de manera despectiva “oligarcas” o “godos”. Sería José Gil Fortoul, dice Raynera, quien en su Historia constitucional de Venezuela, agrupó en un imaginado “Partido Conservador”. Los halagos hechos a Santos Michelena a lo largo de la historia también son muchos.

Empezando por Antonio Leocadio Guzmán, quien pese a las diferencias, escribió: “El señor Michelena se debe todo a la hacienda nacional. No hay que equivocarnos: él es para Venezuela lo que un Necker para la Francia, un Pitt para la Gran Bretaña: verdaderos fundadores de su hacienda y de su crédito, y de los inmensos bienes que de aquí se derivan”. (El Venezolano, N° 3 del 07 de septiembre de 1840). Por su parte, Mariano Picón Salas en Formación y proceso de la literatura venezolana (1940), dice que “será el mejor de todos los ministros de Hacienda que tuviera nuestro siglo XIX”.

Mientras que Francisco González Guinán, dirá: “este distinguido estadista aplicó al desempeño de sus delicadas funciones su gran inteligencia, su rígida probidad, su acertado método y su absoluta contracción”. Y por último, el tan citado Simón Alberto Consalvi manifiesta:“Es difícil encontrar en los anales venezolanos del siglo, alguien que lo supere en el arte complejo de la negociación diplomática y en el dominio de las finanzas públicas”.

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Diego Mendoza
Diego Mendoza
Soy periodista de Venezuela. Abordo temas de política, economía e historia, de interés nacional e internacional, para La Ventana Rota podcast y Diario La Nación del Táchira.

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